«Mis pollos viven como marqueses». Acompañamos a un avicultor al mercado de Navidad de Vitoria
Raúl Sáez de Ibarra estudió para avicultor. Compra polluelos, los castra al mes y en su granja de Durana hace de ellos capones de cinco kilos. Al mercado los lleva ya reservados
Noche de cama y cielo raso en Durana. No son más de las seis de la mañana en el campanario de San Esteban. Cerca de ... la iglesia, en un pequeño huerto de los Sáez de Ibarra acondicionado como granja avícola, duermen también, o eso parece, cuarenta aves de corral amistosamente acurrucadas, ingenuas ante lo que les viene encima. Es muy pronto para que cacareen y tarde para que sigan roques a la espera de que amanezca. Toca madrugar en el hogar de paja y pienso. Raúl abre la trampilla, con una linterna ilumina el bulto de plumas marrones, picos y crestas rojizas y, por sorpresa, al azar, se hace con el primer pollo inocente. «¡Lo tengo!», exclama. Entre sus brazos lo acomoda en la jaula dentro de la furgoneta. Luego, otro, un tercero... Y así hasta doce capturas con premeditación, alevosía y nocturnidad. Pero sin delito.
Ayer, los nueve capones y los tres pollos apresados contra su voluntad se presentaron en Vitoria cuando aún se desperezaban las calles y sus gentes. Tocaba día de mercado navideño en la plaza de España, matinal festiva, de compraventa y regateo. Mucho fregado para esa docena animal a la que interrumpieron el sueño, que desde primerísima hora acaparó la admiración de miles de visitantes, compradores y curiosos, que abarrotaron el recinto animados por un hermoso jueves antes de abarrotar igualmente sus despensas para la cena de Nochebuena.
El puesto de Raúl Sáez de Ibarra, entre los más concurridos, como el resto de los que muestran aves en exposición y para venta, fue uno de los 138 que hicieron del corazón de Vitoria un grandioso pueblo de la Llanada. Había de todo. Verduras, hortalizas, frutas, quesos, embutidos, patés, conservas, pan, repostería, vino, txakoli, útiles de artesanía... Cada productor ofreció lo mejor, la recolecta de su tierra, el resultado de meses de trabajo poco reconocido y peor pagado. En total 113, la mitad de Álava.
Los Sáez de Ibarra ejercen desde hace treinta años. Siempre con sus gallinas, pollos y capones, fieles a una tradición que solo se han saltado dos veces por fuerza mayor, la primera, como consecuencia de la devastadora gripe aviar y la edición anterior por la convalecencia hospitalaria de Rufino, el patriarca. El hombre cuida a diario de los camperos, de que no los ataque el raposo, aunque más al detalle se ocupa su hijo, jardinero de profesión. A Raúl, de pueblo, le dio por ahí, por el cacareo. «En casa siempre hemos tenido pollos, desde junio hasta que los quitábamos en octubre para comer. Como el que tiene un perro o un gato. Recuerdo que el abuelo Ibarra siempre me decía: 'Chaval, ahí está la cuadra, anímate'».
Y tanto que se animó, que se matriculó en la escuela agropecuaria Fraisoro, en Zizurkil. De ella salió, al cabo de un curso de tres años con clases los fines de semana, listo para adoptar, operar, engordar y sacrificar al animal en su breve existencia. De no más de nueve meses los suyos. Raúl compra las crías de apenas tres semanas de vida a un granjero. Cuando alcanza los dos meses, castra al pollo con sus propias manos mediante una sencilla técnica. Provisto de bisturí para la incisión y polipotamo para la extracción, lo abre por las costillas y, con precisión quirúrgica -«se me muere el 1%»-, le retira los testículos. «Ya está capado, ya es capón. Lo suelto y come al momento. Se recupera fácil», precisa el ganadero. Así, «sin huevos», esa ave huidiza, capaz de matar a picotazos a las de su mismo corral se aplaca de tal forma que parece otra, aunque siga siendo igual de desconfiada e inquieta.
«Aquí somos más de cordero. En Galicia te venden la pareja de pollos a 250 euros»
PAís Vasco
Interrumpido su ciclo hormonal, anulado su vigor campestre, el que deja de ser pollo empieza su engorde natural al aire libre, tan campechano él. Solo acude a sus aposentos cuando siente que se echa la tarde. A lo largo del día, y da igual que sea lluvioso, se alimenta a la intemperie a base de pienso, trigo, maíz, chuscos de pan duro ablandados con agua, patata cocida, hojas de berza y acelgas. A base de bien, la carne de capón se hace grasa entreverada. Un manjar tierno, sabroso, aromático, poco calórico. Como reza el refrán, 'capón de ocho meses, para la mesa de reyes'. O para la de vitorianos.
«No me gusta que cojan mucho peso», advierte el avicultor de Durana, que de pollos sabe el copón. «Cuatro kilos y medio o cinco, es su peso, aunque algún capón se me va a los seis. 260 días de engorde» hasta darle muerte, precisa el aldeano mientras azuza el averío para la sesión fotográfica. Los picudos no se dejan hacer. Recelan.
Clientela fija
Los Ibarra tienen clientela fija. Cada Navidad colocan la mercancía, unos veinte. Las compras se pactan de antemano, a modo de reserva, aunque ayer, en la plaza, una señora adquirió uno. A 70 euros la pieza. Raúl desaconseja llevárselo y degollarlo en la cocina por aquello de evitar lo de 'como pollo sin cabeza'. Ya se ocupa él del desagradable sacrificio. Al igual que se esmera en su cuidado durante nueve meses, lo sacrifica en su corral, cuando llega el momento, mediante un certero corte en el cuello. Después lo despluma, lo vacía y, aseado, se lo entrega al comprador. Y listo para el asado. Una labor costosa, dolorosa, de las que obligan a pasar por el fisioterapeuta para descontracturar la musculatura de la espalda.
- ¿No le da pena matar un capón que ha criado en su casa?
Raúl parece asentir con la cabeza, pero no. «Desde que lo compras, el objetivo es ese. Los tengo bien cuidados. Mis pollos viven como marqueses, pero sé cómo van a acabar. Te acostumbras».
«Si me gasto 70 euros en un capón, quiero que sepa a capón, no a manzana oa lo que le metan»
Contra el relleno
Capón por Nochebuena es una preciada tradición culinaria en distintas partes de España, no tanto en el País Vasco. «Aquí somos más de cordero. En Galicia te venden la pareja de pollos a 250 euros. En el Penedés hay una feria terrible. Son también famosos los capones de Cascajares». Estos se venden asados y rellenos de verdura, foie, orejones... «Yo lo aso en casa». Y se deja de zarandajas. «Si me gasto 70 euros en un pollo, quiero que sepa a pollo; no quiero que sepa a manzana reineta, foie o lo que le metan. Es como si compras un jamón de Jabugo excelente y le pones mermelada. Para eso coges uno de bodega, digo yo».
En la casa de los Ibarra, con dos chiquillos que no quieren saber nada de los pollos de aita, por Nochebuena se cenará un hermoso capón. Uno de los que ha compartido con la familia los ocho últimos meses, desde que un insignificante polluelo llegó al lugar para engordar, ajeno al destino que le esperaba por Olentzero.
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