En estos días de confinamiento estamos viviendo experiencias inusitadas; como si estuviéramos emprendiendo un viaje iniciático de esos que cambian tu forma de mirar el ... mundo tras la conmoción que el recorrido provoca en tu forma de percibirlo.
A nivel personal, y sin afán profético alguno, una de las sensaciones que más ha llamado mi atención en estos días ha sido la de ser capaz de escuchar el silencio y poder observar la realidad sin ruido de fondo. Quizá les parezca una nimiedad, y tal vez lo sea en realidad. Pero me asaltaron de pronto recuerdos de otro tiempo lejano medio perdidos en algún rincón de la memoria.
Un día, de par de mañana, asomado a la terraza que corona nuestra casa, mi mujer me preguntó: «¿Lo oyes?». Sorprendido por la pregunta giré mi cabeza inconscientemente del lado de mi oído bueno, tensionando el cuello, como cuando tratas de identificar un sonido indistinguible. Permanecí quieto por unos segundos esperando captarlo al fin, y afiné mi oído dispuesto a recibir alguna pista sin acertar a escuchar lo más mínimo. «No oigo nada, respondí». «Eso es el silencio, cariño», me dijo ella, inusualmente enigmática.
Pensarán que consumo estupefacientes o sustancias raras de parafarmacia. Se equivocan. Les puedo asegurar que hacía muchos años, tantos que ni recuerdo, que Vitoria no aparecía ante mis sentidos tan silenciosamente bella, tan turbadora o perturbadora si lo prefieren. Sin ruido de coches, ni molestos martilleos en la vía pública, ni tajos de obras de construcción por doquier atestadas de maquinaria infernal.
Respiré profundamente y paladeé aquel inesperado silencio como si se tratara de una copa del mejor vino. No era de noche, cuando el silencio no hubiera resultado tan inusual. Era mediodía. Y estaba en mi ciudad, en la ciudad levítica de Antonio Rivera que había dejado paso a una ciudad vacía, silenciosa e inquietante.
Hasta antes del confinamiento, para poder respirar esta sensación debía pertrecharme de zapatillas y abandonar el casco urbano hasta perderme por los montes de Vitoria, huyendo del estruendo permanente que compone el pentagrama del runrún urbano.
Si vivir en comunidad es confortable, también resulta ensordecedor, bien lo sabemos. Por eso cuando uno escucha atentamente desde su casa y no oye nada es que la ciudad o bien ha dejado de serlo o está en coma inducido.
Sinfonía de sonidos
Este coma inducido por el confinamiento ha provocado que sobre el silencio emerja una melodía con luz propia: la de los trinos de pájaros que llenan de vida y musicalidad la atmósfera de mi barrio; la del rumor de las hojas de los árboles sacudidas por la brisa; la del eco de las pisadas sobre las baldosas.
Porque lo que antes era una suma de ruidos irritantes que trufaba la vida urbana, hoy aparece con nitidez como una sinfonía de sonidos diferentes y específicos, perfectamente diferenciables, que suenan claros cada mañana y le añaden sonoridad a nuestro confinamiento, adueñándose de plazas y jardines como notas que compusieran la banda sonora de la ciudad.
La ausencia de ruido me permitió identificar perfectamente el canto de un mirlo en un sauce frente a mi ventana; ese pájaro robusto, negro y de pico amarillo que suena intenso, melódico y aflautado con un ritmo reiterativo que lo hace inconfundible durante el día. Cosa bien distinta, por cierto, de un mirlo enamorado. Porque cuando un mirlo se suelta el pelo es cuando aquella música melódica deja paso a un reclamo chirriante y escandaloso que atraviesa el aire como el chirrido que hace al abrirse una puerta vieja, tras haber permanecido cerrada por años. Además, escoge las horas de la madrugada para estos menesteres de llamar a su amada el muy jodido.
El silencio y el amor son incompatibles para el mirlo, pensé para mí cuando aquel chirrido me despertó de madrugada. Cavilando, caí en la cuenta de que este fenómeno no es exclusivo del mirlo macho. No hay más que esperar a un fin de semana cualquiera para escuchar a mirlos y borrachos competir por despertar a la vecindad, aunque le sea más disculpable al ave el afán de procrear que al humano el afán por joder la paz y el sueño de los moradores del barrio.
Hacía años, tantos que ni recuerdo, que Vitoria no aparecía tan silenciosamente bella, tan turbadora o perturbadora
Aquel mirlo enamorado hasta las trancas me recordó que la vida es fugaz y que los momentos especiales duran un instante. Y que cuando ese chispazo surge, debes estar alerta para atraparlo y poder disfrutar así de toda su intensidad.
Hasta el Lunes de Pascua abríamos las ventanas cada mañana y podíamos escuchar sonidos que antes eran inapreciables. Desde entonces han vuelto las máquinas de construcción a torturar calles y edificios por doquier, martilleando a troche y moche suelos, muros y asfaltos; el tráfico se ha intensificado; y volvemos a no distinguir las voces de los ecos. Entonces, caigo en la cuenta de que inventamos el ruido para evitar escuchar el silencio; para no tener que soportar así la introspección que le acompaña. Por eso resulta tan sobrecogedor escucharlo demasiado a menudo.
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