Rafa Gutiérrez

La nueva anormalidad

Se non é vero... ·

Domingo, 31 de mayo 2020, 01:18

Junto al invento del binomio 'Distancia Social', otra curiosa agrupación de palabras ha venido a sumarse para rematar esta serie de atropellos al lenguaje y ... a la inteligencia. Como habrán adivinado se trata del engendro oficial de la 'Nueva Normalidad'. La N.N.

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Si lo pensamos – ¡uy qué cansancio!– y reflexionamos –¡buff, qué esfuerzo!–, esta N.N. no es otra cosa que una 'Nueva Anormalidad' envuelta en papel de regalo, con mascarilla incorporada, que nos insta a usar un preservativo integral para evitar el contacto social. Transitamos del confinamiento al encondonamiento sin remedio, sin consuelo y con paso decidido.

La pandemia del coronavirus ha alumbrado una nueva realidad que nos asigna el estatus de niños burbuja. Sostengo que se trata de una 'nueva anormalidad', se mire por donde se mire, porque el ser humano es en esencia un ser social que ha ido evolucionando en función de sus relaciones grupales. Por eso no puede travestirse de normal lo que no deja de ser un cambio radical en nuestra forma de percibir el mundo. Y así, sin transición alguna y de un plumazo, pasaremos de olernos y tocarnos al distanciamiento y al aislamiento.

Años antes fue la aparición del sida la que nos hizo suplantar el contacto piel con piel por un sucedáneo de látex. Ahora damos un paso más en la misma dirección para sustituir las caricias por los mensajes de texto. Nuestros rostros desaparecen tras las máscaras; los gestos palidecen tras el niqab; los besos perecen tras saludos profilácticos y distantes.

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Si esta sociedad que fue creada para abrigar, para acoger y para permitirnos desplegar nuestros derechos transforma a sus hijos en un potencial peligro, ¿qué sentido tiene este nuevo engendro en el que se alteran sus principios fundacionales? Si hasta ayer la ciudad era el cielo protector que amparaba nuestros derechos, alimentaba nuestro espíritu y hacía posible el crecimiento intelectual y el desarrollo social, de qué nos sirve ahora si muere como madre y se convierte en odiosa madrastra.

Si esta pandemia consigue al fin borrarnos la cara de un plumazo tras las máscaras, la estandarización habrá ganado la guerra, arrumbado con los matices y traído con ello la degradación que llevan consigo el anonimato y la anomia.

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Qué será de los abrazos que nos reconcilian con nuestros afectos. ¿A dónde irán los besos?, se preguntaba Víctor en una canción. A dónde las caricias, los roces, la piel. Hasta hace poco diferenciábamos una persona cabal de un pusilánime con un mero apretón de manos. Qué será de quienes siempre hemos necesitado rozar aquello que amamos, tocar aquello que apreciamos, acariciar lo que anhelamos.

Viene hoy a mi memoria la primera ocasión en que entré en el Centro Pompidou de París. Aquel era nuestro viaje de paso del ecuador, que así llamaban antes al viaje de estudios que los universitarios realizábamos en tercero de licenciatura. Como muchos de nosotros, yo también caí rendido ante la asignatura de historia del arte gracias a aquella profesora que se extasiaba ante los impresionistas, ante el modernismo o el constructivismo, ante aquella belleza bien formal, bien conceptual del arte.

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Uno de los escultores por quien siempre tuve debilidad fue Constantin Brâncuși. Reconozco que fue un amor a primera vista. Así que cuando entré en el edificio Pompidou de París y me topé con una exposición suya casi pierdo el sentido. Aunque, para ser franco, he de reconocer que también experimentaba un sentimiento paralelo de tristeza, de ausencia. Yo necesitaba tocar, acariciar, sentir, deslizar mi mano por aquellas superficies tan puras.

Las piezas, como es lógico, estaban protegidas por un cordón rojo que impedía cualquier aproximación. Algunos de nosotros, que compartíamos idéntica insatisfacción, hubimos de organizarnos para solventar aquella prohibición. Así, mientras unos dábamos conversación al vigilante, otros franqueaban el cordón para tocar las esculturas. Cada uno la de su elección.

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Ocultar la sonrisa

Yo fui afortunado y pude acariciar 'La foca' por unos segundos. Aquella escultura siempre me sedujo desde que la vi impresa en nuestro libro de texto, junto a la fotografía de aquel artista con mirada perdida y cara de loco. Nunca he sido un tipo fetichista pero aquella fue una experiencia sensualísima que cuarenta años después todavía me hace sonreír con nostalgia y cariño al recordarla.

Ahora vienen para robarme esa sonrisa, para ocultarla, y no pienso permitirlo. Detesto esta condena que se nos ha infringido de vivir parapetados tras una suerte de escafandra de pescador griego de esponjas. Porque una cosa es pertrecharse contra el virus, con sensatez, y otra bien distinta ceder ante la deshumanización que esta 'Nueva Anormalidad' lleva aparejada y que se cierne sobre nosotros como una sombra amenazante.

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Una cosa es la profilaxis necesaria y los rituales de limpieza e higiene personal y social que hay que adoptar. Otra muy distinta borrar de un plumazo las caras de la gente y embozar nuestras vidas por decreto en la pospandemia. No hay nueva normalidad que valga el precio al que se tasa esta que ahora se nos anuncia como ineludible. Yo, desde luego, me quedo con la vieja.

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