16 tumbas alavesas en Australia
Un grupo de benedictinos dignificó la vida de los aborígenes en el oeste de Australia en el siglo XIX
Un referéndum para ampliar los derechos de representación política de la población aborigen australiana ante el Parlamento recibió recientemente el 'no' de la mayoría. En 2024, los nativos del país de los canguros siguen luchando por sus derechos. Hasta 1867, los originarios estaban clasificados por las leyes australianas dentro de la sección de flora y fauna silvestre. No existían. Se les podía cazar en masa. No tenían derechos. Frente a este trato inhumano un grupo de misioneros benedictinos alaveses, vascos y españoles dignificó su vida desde mediados del siglo XIX en una misión que tenía mucho de aventura.
Esta historia comienza cuando dos benedictinos españoles, el gallego Rosendo Salvado y el catalán Benito Serra, fundan la misión de Nueva Nursia en recuerdo de san Benito de Nursia, creador de la orden monástica. El nuevo monasterio, situado en el Oeste australiano, a unos 130 kilómetros al norte de la ciudad de Perth, fue el resultado indirecto de la persecución religiosa que los gobiernos liberales españoles impulsaron a mediados del siglo XIX con leyes como la desamortización de Mendizábal y el cierre de conventos por todo el país.
Rosendo Salvado y Rotea, nacido en Tui en el año 1814, ingresó con 15 años en la abadía de San Martiño Pinario, en Santiago de Compostela. Cuando se produjo el proceso de desamortización y la paulatina salida de los monjes de los conventos se marcha a Italia, concretamente al Monasterio della Cova, a 45 kilómetros de Nápoles, donde pudo celebrar su primera misa en 1839. De espíritu inquieto y una inmensa capacidad de trabajo, después de un tiempo marcha a Roma en compañía del catalán José Benito Serra en busca de una misión en el extranjero. Tras conocer en Roma al reverendo John Brady, recién nombrado obispo de Perth, al Oeste de Australia, decidieron acompañarle a una zona donde solo habitaban los aborígenes. Se dice de esta ciudad que es la más aislada del mundo.
El acercamiento, con azúcar
Los primeros años en Australia de los dos monjes fueron intensos. Llegaron a Flemantle en enero de 1846 y el obispo Brady les asignó un territorio para evangelizar en el actual condado de Victoria Plains, en el estado de Australia Occidental. Escogieron un lugar a orillas del río Moore. El primer contacto fue con un numeroso grupo de nativos armados con lanzas. Les ofrecieron pan, té y azúcar. Al ver que los misioneros comían ellos también lo hicieron. Y el azúcar les gustó.
El 1 de marzo de 1847 inauguraron lo que más tarde sería una gran abadía, Nueva Nursia. El asentamiento misionero se construyó en las tierras del pueblo aborigen Yuat, que inicialmente integró la misión, y más tarde también se incorporaron a los pueblos Nyungar del suroeste del mismo estado. Los misioneros levantaron pequeñas casas para asentar a la población indígena y pusieron en explotación las tierras del contorno, con una trilogía bíblica que desde hace siglos había dado buen resultado: trigo, vino y aceite. Pero fue la carne de las ovejas la que más estabilizó a los nativos. Hubo que trabajar muy duro y excavar pozos de agua por todas partes.
En un escrito de 1868 el propio Salvado decía que «Nueva Nursia….es una misión Benedictina…cuyo objeto principal es la conversión y civilización de los salvajes, y por lo tanto, ha sido fundada lejos de toda población en un sitio del bosque enteramente desconocido a los europeos, y habitado por solo los nativos, a los que instruyendo, convirtiendo y civilizando se les establece en una vida social. El objeto de los misioneros de Nueva Nursia es el de establecer aquella su misión de modo que pueda llegar a ser una Misión Madre, que de ella puedan salir misioneros a fundar nuevas misiones por aquel inmenso país, teniendo siempre un punto de apoyo en la Misión Madre».
Hasta ese momento, los españoles, descubridores del quinto continente en el siglo XVI, solamente le habían impuesto el nombre de Australia (derivado de Austrialia) y fueron holandeses y británicos quienes colonizaron aquellas remotas tierras. Sin embargo, hoy día a aquel misionero gallego, «el obispo de las barbas», lo adoran en la tierra de los canguros por su labor con los indígenas, por su forma respetuosa de acercarse a las comunidades originarias. Rosendo Salvado llegó a decir que prefería convertirse en aborigen que en obispo. Los australianos reivindican su figura como precursor de la integración de las tribus nativas en la sociedad respetando su cultura.
La cultura aborigen
Nueva Nursia se convirtió rápidamente en un lugar diferente en el que se practicaba otra forma de ver y tratar a los autóctonos y de integrarlos, muy distinta a la que se venía realizando hasta entonces por parte de los colonos británicos y europeos. Aunque la evangelización era el objetivo principal, Salvado y su compañero, Serra, dejaron un importante legado al plasmar en sus diarios una interesante descripción de la cultura de los indígenas. Se calculaba que había un número de entre 300.000 y un millón. Frente a otros pueblos primitivos de otros continentes los australianos no tuvieron desde el principio muy buena prensa. Los llegaron a comparar con orangutanes y había quien les negaba un alma racional. El contacto con los colonos ingleses perjudicó su salud física y mental. El alcohol y la escopeta causaron tanto daño como la sequía y el hambre.
Los métodos de Salvado fueron radicalmente distintos a los de los colonos. Consideraba a los aborígenes como seres humanos con los mismos derechos que los colonos y valoraba sus cualidades como la hospitalidad, su vinculación sagrada con la tierra y su afición a la música, un elemento que el benedictino supo utilizar bien. Practicaba con ellos la caza, comía como ellos, rivalizaba en fuerza y destreza como uno más, cantaba y bailaba con ellos, y logró ser uno de ellos.
Para recaudar fondos, Salvado aprovechaba sus habilidades musicales y organizaba conciertos: un auténtico precursor de algo tan habitual en nuestros tiempos. Salvado vivió durante más de cincuenta años en su misión australiana rodeado por los aborígenes a los que él siempre defendió. Solo en un momento estuvo a punto de dejar su querida Nueva Nursia, y fue cuando el papa Pío IX le nombró obispo de Puerto Victoria, un nuevo asentamiento de los ingleses en el norte de Australia. Rosendo Salvado acató la orden de sus superiores y se trasladó a su destino, pero la suerte se alió con él, ya que los británicos se retiraron al poco tiempo de aquel lugar y pudo regresar a Nueva Nursia con su dignidad episcopal.
El padre Rosendo combinaba su labor evangelizadora con el intento de captación en toda Europa de nuevos monjes para Australia. En uno de sus viajes a España, en el año 1867, consigue que el Boletín Oficial de la Diócesis de Vitoria publique una invitación del vicario general para que los párrocos de la provincia eclesiástica colaboren con el dominico y busquen candidatos para Nueva Nursia. Antes había conseguido otros jóvenes procedentes de Levante y de Burgos.
Llegan los alaveses
La labor de captación da resultados y tras un paso obligado por el monasterio de El Escorial 30 vascos, vizcaínos, guipuzcoanos, alaveses y navarros viajan a Londres el 1 de enero de 1869. Desde allí zarpan a Australia el día 23 del mismo mes. Los aspirantes vascos son aglutinados por Bonifacio Goikoechea, que ya es sacerdote, pero postulante a benedictino como los demás. Junto a ellos navega el padre Salvado y otros dos seglares. Cada billete cuesta 680 libras de la época. Una fortuna. Transportan 43 toneladas de equipaje en el que llevan de todo.
Llegan a Nueva Nursia en mayo de 1869, y tras realizar el obligado noviciado, el día de la Asunción de 1870 prometieron la profesión monástica. En contra de lo que se suele pensar la promesa religiosa de los benedictinos no es la de los votos de pobreza, castidad y obediencia, sino que gira en torno a la obediencia al superior de la casa, la estabilidad o perseverancia dentro de la comunidad y la conversión de costumbres o irse haciendo monje de verdad poco a poco.
La lista de los monjes benedictinos alaveses está formada por los hermanos Albino, Anastasio y Zacarías Ochoa de Eribe, de Domaiquia; Justo Montoya, de Comunión; Eugenio Larrea, de Ganzaga (Aramaio); Ricardo Orive, de Villanueva de Valdegovía; Ramiro y Eustasio Landaluce, de Berrícano; Genaro Pérez, de Comunión; Bruno Díaz de Argandoña, de Elburgo; Adelelmo Aspuru, de Arbulo; Guillermo Beltrán de Otálora, de Mendiola; Agatón Elgezabal, de Cigoitia; Atilano Apodaca, de Vitoria; Benito Romarategui, de Andollu; y Beda Rodríguez, de La Puebla de Arganzón (Burgos).
La llegada de los alaveses se nota enseguida en el refuerzo del trabajo y la liturgia de la abadía. Zacarías el hermano pequeño de los Ochoa de Eribe, al que Salvado puso el raro nombre de Franquila, santo gallego de su devoción, se encargó de hacer el pan, que se necesitaba a toneladas y que durante muchísimos años, quizá un siglo, fue uno de los ingresos importantes para la comunidad. Posteriormente, los monjes evolucionaron hacia la pastelería que aún siguen trabajando. En estas fechas llegan a la autosuficiencia en trigo y vino aunque este resulta un poco flojo y no abunda en la mesa.
Aunque la labor ejemplar es de toda la comunidad, diversos documentos como diarios y cartas ponen el acento en el trabajo personal de algunos de los monjes. Es el caso de Eugenio Larrea, de Ganzaga, «pulcro carpintero y ebanista» que realizó una obra extraordinaria en la abadía, tanto en el trabajo manual como en la enseñanza. O Ramiro Ortiz de Landaluce, de Berrícano, que hizo una labor tan importante en la ganadería que hasta en los mercados de la India se buscaban sus caballos. Este asunto había sido fundamental desde el principio porque la única manera de moverse en aquellas tierras era el uso de la caballería. El propio padre Salvado tenía predilección por sus monturas, especialmente dos, llamadas 'Maura' y 'Diamante'.
Los religiosos daban el ejemplo del trabajo manual y de la oración constante. Ora et labora es la máxima benedictina. Tenían una jornada ordinaria de entre 14 y 16 horas. A las tres de la madrugada se oía la gran campana tocando a despertarse y el día no terminaba hasta las nueve de la noche.
El trato a los indígenas era exquisito. Los monjes les daban un campo a cada uno para que se alimentasen con sus productos, comprasen ropa y se pudieran proveer de todo lo necesario para su vida. Unos araban, otros guardaban el ganado, otros levantaban los distintos edificios del nuevo monasterio, una vez introducido el ladrillo. También cavaban pozos, abrían caminos y construían puentes, siempre dirigidos por alguien de la abadía. Bien tratados los nativos eran buenos y dóciles, pero también hubo horas amargas.
Un día llegó a la misión una mujer pidiendo socorro. Tras ella venía el marido blandiendo una lanza. El abad amparó a la pobre mujer y la libró de la muerte segura. Pero al poco tiempo la misión empezó a arder. Era la venganza del indígena. El fuego se apagó milagrosamente cuando el padre Salvado lanzó una imagen de la Virgen al fuego conminándola a que eligiera entre arder o salvar a todos. La imagen se conserva intacta en el coro del monasterio.
La naturaleza libre y salvaje de aquellos aborígenes debía ser domada de alguna forma. Siempre con heroísmo y una actitud positiva y cristiana. Era admirable la caridad de algunos monjes cuando recibían a los que llegaban sucios y desnudos delante de la puerta. Muchos volvían al bosque después de haber recibido el terrón de azúcar o la escudilla de macarrones. Pero si volvían cien veces, cien veces les regalaban los monjes con el mismo amor.
Un aspecto destacado fue la música. El abad Salvado era un gran melómano y muchos de los benedictinos tenían un nivel musical más que sobresaliente. Lo que sorprendió fue la capacidad de los propios nativos para la música. Se organizó con un gran éxito un coro y una banda de música que no solo se hizo célebre en la colonia, sino que su nombre corría por libros y revistas de España. La misión fue comparada con las reducciones jesuíticas de América del Sur.
Tras la muerte de Rosendo Salvado en 1900, la orden benedictina se planteó abrir una nueva misión, dado que el número de nativos en la zona de Nueva Nursia había bajado. La nueva aventura correspondió al abad ibicenco Fulgencio Torres que eligió el actual parque nacional de Drysdale River, concretamente en la zona de Pago en 1908 y luego en Kalumburu en 1937.
La evangelización y la protección de los nativos fue el objetivo fundamental de la misión a la que en 1936 llegó el último contingente de monjes españoles, aunque alguno lo hizo después de manera individual. La II Guerra Mundial dejó su huella en la zona. Hitler envió un armonio a la misión porque los monjes habían socorrido a dos pilotos alemanes que habían estrellado su avión en la zona. Al mismo tiempo el 27 de septiembre de 1943 un bombardeo japonés destruyó la misión de Kalamburu matando al superior Tomás Gil y a una mujer nativa y cuatro niños.
Nueva Nursia se fue adaptando a los nuevos tiempos y se construyeron dos excelentes colegios, uno para chicos y otro para chicas. El gran monasterio había alcanzado un desarrollo espléndido y fue un ejemplo para las demás comunidades benedictinas. Su propiedad agraria, ganadera y forestal se consolidó y se extendió. Tenía una gran biblioteca que ya dice el refrán que 'claustro sin librería, castillo sin armas'. El objetivo inicial de atender a los aborígenes se fue trasladando a la población blanca, en cuanto que los nativos habían pasado a ser muy escasos. Nueva Nursia pasó a ser un foco de irradiación monástica y de consolidación católica para la población europea de la zona.
La atención a la comunidad indígena se tuvo que dirigir a Kalumburu donde los nativos vivieron bajo una cierta tutela de los monjes, hasta la modificación de la legislación relativa a los habitantes originarios hacia fines del siglo XX (1967) cuando fueron incorporados a la seguridad social y recibieron la plena ciudadanía. Un cambio de situación que no dejó de llevar consigo problemas, como dejó patente en otro gran tratado etnológico el benedictino navarro con experiencia en Kalumburu, Serafín Sanz de Galdeano, titulado Metamorfosis de una raza.
El último vasco en Nueva Nursia fue el navarro padre Paulino Gutiérrez, con quien coincidió el alavés José Luis Larrucea, con familiares en Perth, en una visita que realizó en la década de 2010
Con el paso de los años la presencia española en las misiones benedictinas australianas se fue apagando, pero aún queda algún monje procedente de la península. Y el recuerdo imborrable de la huella alavesa. Cada vez que un alavés visita la ciudad de Nueva Nursia las emociones saltan a los ojos al ver las lápidas de las tumbas de los paisanos que dejaron su vida allí por la evangelización de los nativos. Esos apellidos compuestos con ecos de pueblos alaveses, signo inequívoco de que un día un monje de la Llanada o de la Montaña trabajó allí para dignificar la vida de los aborígenes.