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Souleymanne, Abderraffie, Bojamaa y Jesús, durante la cena en la cocina del piso de acogida que comparten gracias a la iniciativa Coindre Etxea. igor aizpuru

Un hogar para los que nadie quería aquí

Un piso de acogida de Vitoria da una segunda oportunidad a 'menas' que han cumplido los 18, indocumentados y solicitantes de asilo

Domingo, 5 de febrero 2023, 00:54

Abderraffie está tumbado en su cama, justo antes de la cena. La luz del móvil le ilumina el rostro en la habitación a oscuras y ... por el altavoz se escucha a una mujer hablando en árabe. No hace falta que traduzca, porque esa conversación es universal. Una madre, cualquier madre, que tiene al hijo lejos siempre pregunta si está comiendo bien, si se está abrigando... si es feliz. Yel hijo, cualquier hijo, siempre responde que sí, que claro, que las cosas ya no pueden ir mejor. El hijo, este hijo, no miente. Ya no. Al menos, no del todo. Ahora sí que puede comer bien, ahora sí que tiene abrigo, ahora... bueno, ahora sí que empieza a pensar que igual algún día, quizás, llegue a ser feliz.

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Abderraffie se despide, cuelga el teléfono, se le hace un nudo la garganta y los ojos se le empañan. Desde la cocina le apremian sus compañeros de piso porque la cena está servida. Yél se recompone y aprieta muchísimo los dientes. Los papeles, la ley, dirán que es un adulto. Pero ahí uno solo ve, solo puede ver, a un chaval de 19 años, asustadísimo, que echa de menos a su mamá.

Llegan como menores no acompañados –como 'menas', ese sambenito que les acompaña y les marca– y el sistema de protección les procura lo mínimo y básico: techo, cama, tres comidas al día. El centro de menores no es, ni de lejos, un hogar pero allí, bajo la tutela de las instituciones, al menos encuentran protección. Hasta que llega un día en que se acuestan niños y se despiertan adultos. Cumplen 18 y el sistema, frío, implacable, ya no les ve como a criaturas a las que cuidar... y les enseña la puerta de salida. Ante ellos, el abismo de la calle.

«Veía las fotos de coches y ropa cara de los que se venían a España y quería ser así. Luego me di cuenta de que era todo mentira»

Bojamaa

Marruecos

«Hasta esta misma semana he estado en el 'camas'. Allí no hay gente buena, pero era eso o quedarme en la calle»

Abderraffie

Marruecos

Esos chavales que ni son niños ni mayores, también refugiados e indocumentados, todos jóvenes adultos en riesgo de exclusión social, pueden encontrar una segunda oportunidad en Coindre Etxea, un piso de acogida que gestiona la Fundación Corazonistas en Vitoria. Allí viven Jesús, Bojamaa, Souleymanne y Abderraffie, cuatro chavales que cargan con historias durísimas lejos de su hogar. Con ellos EL CORREO ha compartido, de la mañana a la noche, toda una jornada en esa casa, en la que ellos, que sentían que nadie les quería aquí, han encontrado un hogar.

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Son las 7.00 y en la cocina, en pijama y con la legaña todavía puesta, Jesús moja con desgana galletas en su café con leche. Con un ojo puesto en el móvil, cuenta que tiene 21 años, que está estudiando primero de un grado superior de automoción, que todo lo que tiene que ver con la mecánica le apasiona. «Pese a todo, tengo suerte. Tengo un plan y a corto plazo todo se va cumpliendo: me gustaría especializarme en coche híbrido o coche eléctrico y hacer una FP dual, si pudiera ser en la Mercedes...». Así se presenta él. Y, ya para después, deja lo-su-yo; eso que sus compañeros de clase, incluso su tutor en el centro de Egibide en Arriaga desconocen: que llegó de Venezuela, que es un refugiado político, que le denegaron la solicitud de protección, que la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) le echó una mano pero que llegó un momento en que se vio en la calle, que ahora comparte un piso con otros cuatro chicos y que está todo el santo día pendiente de que se resuelva lo de su asilo.

La verdad es que a Jesús, que durante unos meses agotadores ha estado compaginando las clases con un trabajo como mecánico en el taller de un centro comercial, no le hace ni pizca de gracia que todo esto se sepa, que todo eso le llegue a definir. «Pero si esto sirve para mejorar la imagen que la gente tiene de nosotros, los jóvenes inmigrantes, no tengo problema en contarlo», concede mientras apura el desayuno.

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Cola para el baño

Como en cualquier piso de estudiantes, el gran problema de esta casa, algo destartalada y modesta pero dignísima, es el baño. Jesús, con el tiempo justo, aguarda para cepillarse los dientes mientras Abderraffie se asea para la oración. El chaval, marroquí, habla un castellano cogido con hilván «pero lo entiendo casi todo», se defiende. Ha sido el último en llegar y todavía se está adaptando a las rutinas de su nuevo hogar. A comienzos de esta misma semana estaba «en situación de calle», uno de esos eufemismos que utilizan en los servicios sociales para decir de una forma más o menos elegante que uno estaba bien, pero bien jodido.

«He pasado la última temporada en el 'camas'», reconoce en referencia al Centro Municipal de Acogida Social de Vitoria (CMAS). «Allí no hay gente buena, nada bueno, pero era eso o estar en la calle», atina a decir el chico, al que le flipa el boxeo y que está estudiando en el Centro de Educación para Adultos, donde le gustaría seguir con los estudios: en Marruecos llegó a primero de bachillerato.

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«Yo para ellos soy algo entre un casero y un padre», se presenta Javier Bernardo, el educador social. Él es quien está pendiente todo el santo día de ellos, quien se preocupa por esas molestias en la nariz que al uno no le dejan respirar bien y también porque al otro le sigan llamando de la ETT en la que trabaja. También es quien pone las reglas del piso. «Son bastante básicas. Además de tratarse con respeto, se comprometen a no consumir ni traer aquí ningún tipo de droga, saben que no pueden venir con nadie de fuera y, entre semana, no pueden ni salir ni entrar después de las 22.00 de la noche». Tienen un cuadrante con las tareas del hogar, que deben de cumplir a rajatabla y también el menú semanal en el frigo: hoy toca carne con patatas. Son adultos, pero ellos, más que nadie, necesitan límites.

«Tengo un plan y lo estoy cumpliendo. Quiero seguir estudiando y me gustaría hacer una FP dual en Mercedes»

Jesús

Venezuela

«En cuatro años solo he visto a mi familia una vez. Me gustaría volver allí... pero solo de visita. Quiero trabajar aquí de albañil»

Souleymanne

Mali

Este es un proyecto de la iglesia, sí, pero, aquí «conviven sin ningún problema religiones distintas», asegura el educador. Y lo cierto es que el único rastro de beatería que asoma en esta santa casa es ese retrato que cuelga en el pasillo (y que es verdad que da un poco de yuyu) de André Coindre, el promotor de losHermanos del Sagrado Corazón. Bajo la mirada del hermano fundador, con una barra de esas para hacer dominadas se machaca el 'toro' Bojamaa, un chaval que, la verdad, tiene las mismas pintas de uno de esos tipos que te cruzas de noche y, de forma instintiva, te sale apretar el paso.

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Pero lo suyo es pura fachada. Posa para el fotógrafo con los músculos en tensión y no duda en levantarse la camiseta para mostrar un torso cincelado en el gimnasio –«estas fotos me las tienes que pasar para el 'insta'», ruega–. Bastante, mucho más, le cuesta desnudarse de verdad. Aunquelo acaba haciendo. Hasta quedarse en pelota picada.

«Soy de un pueblo, pero me crié en Tánger. Allí me encantaba pescar y, de noche, en la playa, veía las luces de España, a solo 14 kilómetros, y sabía que tenía que ir allí (...). Veía en Facebook a todos los que se iban y ponían fotos con ropa cara, con coches y quería eso, quería ser como ellos. Crucé por Ceuta nadando, con unas aletas. Estuve allí en la calle hasta que pude pasar a Algeciras debajo de un camión, ahí, enganchado. Lo conseguí y estuve en Málaga y después viviendo en la calle en Barcelona, pero no conocía a nadie, así que me dijeron que tenía que venir a Vitoria, que aquí podría estudiar y trabajar. Entré en el centro de menores, pero me hicieron la prueba de los huesos y vieron que ya era mayor de edad, así que me echaron. Volví a la calle. Me di cuenta que aquí no había nada de todas las fotos que colgaban mis amigos al venir a España».

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– ¿Y te has arrepentido de venir? ¿Has pensado alguna vez en regresar a casa?

– ¡Pues claro! ¡Y he llorado mucho! Por la noche, en el albergue, yo me quería ir a mi casa, con mi madre, con mi familia. Pero ahora solo pienso en quedarme aquí para trabajar, trabajar y ganar dinero.

Son más de las diez de la noche ya cuando entra por la puerta Souleymanne, un maliense de hechuras imponentes que, más tarde, en su habitación, contará que hace cuatro años que no ve a los suyos, y que le encantaría volver a su país pero solo de visita porque él lo que quiere es ser albañil o pintor.

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Agotado, Souleymanne acaba de terminar el turno en una planta de reciclaje, en Júndiz. En la cocina se encuentra con la cena ya puesta: arroz blanco, ensalada y filetes de panga, ese pescado que jamás asomaría por la carta de un restaurante de postín. Bojamaa se ha encargado de prepararlo y le ha quedado al 'punto estudiante': chamuscado por fuera y congelado por dentro. Nadie se queja. Juntos, a la mesa, se cuentan el día. Desde fuera, parecen una familia. Porque lo son. No les une la sangre, pero sí un poderoso hilo invisible: estar solo, lejos de los tuyos, y saber que, en el fondo, nadie te quería aquí. Ahora sí. Este es su hogar.

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