TODAS HIEREN, LA ÚLTIMA MATA
Decido teletransportarme al 'Open Arms', que anda necesitado de algún grumete para cantar una nana a los niños que allí se hacinan y puedan olvidar la mierda de tiempo que les ha tocado en suerte
Hay personas a las que uno no puede evitar imaginar vestidas con un traje de otra época, en un escenario absolutamente diferente al que habitan. ... Como si el azar las hubiera situado por error en lugares y fechas completamente inadecuados, confundiendo los parámetros de tiempo y espacio.
Uno puede reconocer a estas personas por esa cara de estupefacción, como de no entender nada, con que se manejan por una vida que nunca debió ser la suya. Precisamente éste era el caso de aquel profesor de latín al que tuve la inmensa fortuna de padecer, que se desvivía en el empeño de trocar una lengua muerta en moneda de uso corriente.
Aseguraba el magister que el latín era como una uva y el castellano y las demás lenguas romances venían a ser como pasas. Y recomendaba encarecidamente volver al origen, en vez de prostituir las hermosas declinaciones originales con una colección de sufijos roñosos y descascarillados que privaban de lustre a algo tan bello como aquella lengua clásica a la que dedicara su vida.
En verdad, fue la primera persona que me enseñó el amor por las palabras y por la inmensidad de matices que un contexto adecuado les confería. No se trata de piezas que uno ensambla, corregía puntilloso, sino de seres vivos que cambian su propia esencia buscando siempre la belleza del conjunto y estableciendo toda suerte de acuerdos, pactos, compromisos y acomodamientos con otros para realzar su hermosura.
Aquel profesor, si el destino le hubiera sido más benévolo, tendría que haber nacido en Siracusa y no donde se empeñó en depositarlo que fue en el mismo centro de la calle Correría. Y debió de haberlo hecho algún siglo antes de Cristo, cambiando sus pantalones de tergal y sus zapatos de tafilete por una túnica blanca y unas sandalias de suela de cuero curtido en Hispania.
Su calva incipiente le otorgaba un aspecto de patricio que sin duda le hubiera permitido granjearse un papel relevante en la política o en el comercio romanos, haciendo gala de la brillante oratoria que desperdiciaba en aquel instituto de barrio, entre unos alumnos de espíritu inapetente más inclinados a la indigencia intelectual que al conocimiento.
Aquél Séneca nos gravó muy a nuestro pesar algunos aforismos que permanecen indelebles en nuestras molleras desde entonces. Uno de ellos afloró el otro día por generación espontánea, olvidado como lo tenía desde mi más tierna infancia: 'Omnes vulnerant, postuma necat'. Llevaba aquella inscripción en su reloj de bolsillo como una advertencia permanente para impedirle olvidar la futilidad de la vida: 'Todas hieren, la última mata', en referencia a cada hora que pasaba por las manecillas de su Cauni.
Su presencia entre nosotros no podía ser sino un evidente descuido del destino. Su recuerdo me llevó a afianzar la creencia de que si existe Dios, debe reconocerse que no es muy habilidoso con las manos, dada la cantidad de descuidos y lapsus espacio-temporales que intuimos a cada momento en las caras de la gente.
Observando los rostros patibularios de los miembros de la manada de violadores bilbaína, por ejemplo, puede uno ver en sus gestos y en sus ojos la misma ira y el mismo desprecio por la vida ajena que en esas bandas de ladrones y asesinos de que dan cuenta en los relatos de 'Las mil y una noches', asaltando caravanas en mitad del desierto, hace ya más de un milenio, asesinando y violando por doquier, para lograr su botín sin dejar que nadie escape de la degollina para contarlo.
Es una pena que no haya registros fotográficos de aquella época que nos llevaran a concluir, una de dos, o bien que la reencarnación es un hecho, o que nos encontramos ante un resquicio de esos que muestran en las pelis como un agujero de gusano, como los tubos de la recogida neumática de basuras, por el que mandan a los Terminator desde el futuro en las pelis de 'Chuarceneguer'.
Cada vez que veo el mal en el mundo, y los monstruos que engendra la humanidad, me envuelvo en una manta que aún conservo de cuando niño y allí, en posición fetal, canto canciones de la infancia para sentirme a salvo: 'Cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro angelitos que me acompañan', tratando de escapar de una pesadilla. O cualquiera de las canciones con las que nos regalaba aquella joven tan generosa y entregada, todavía en la veintena, que era nuestra madre.
Algunos días, paseando por la ciudad, mi imaginación se despliega y se empeña en corregir los errores del destino jugando a Dios, desfaciendo entuertos, y reubicando a cada cual donde debiera haber estado si el destino no le hubiera gastado una broma macabra.
Me siento en una terraza cualquiera, pido un vino de año fresquito y me pongo a arreglar el desaguisado del Creador. A este pelirrojo lo regreso a la Escocia del siglo catorce. A aquel cachas malospelos repleto de tatuajes lo devuelvo a Bergen (Noruega) en temporada de exploraciones vikingas. Al bellezón que está sentado en la mesa de al lado la facturo al Hollywood de los cincuenta que tanto añora.
Y yo, me pregunto de repente, ¿dónde coño me teletransporto? Y decido largarme al 'Open Arms', que anda necesitado de algún grumete para ayudar en lo que haga falta: pasar la mopa por cubierta, calentar el rancho, redactar una nota de prensa o dar conversación al pasaje recordando que 'todas hieren, pero la última mata'. Y para cantarles una nana a los niños que allí se hacinan y puedan olvidar así, por un momento, la mierda de tiempo que les ha tocado en suerte. 'Cuatro esquinitas tiene mi cama…'.
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