«Me gusta pasear por Askartza y respirar el aire puro»
Una semana en Álava. Natasha y Nastia quieren empezar con las clases de castellano y Oksana arreglar los papeles para volver a trabajar como manicurista
Hay un local que, más allá de las cremas y otros productos de estética, cada día se va pareciendo más a un hogar. Un gran ... lugar de acogida para aquellos ucranianos que llegan a Vitoria, muchos todavía con el susto en el cuerpo. Por él no deja de correr la pequeña Nastia. Lo toquetea todo, hasta el último pintalabios e incluso, cuando su madre se descuida, se los prueba. Y enternece a todo el que llega con su «¡hola!» y su rostro inocente. Salió hace una semana de la guerra. Llegó de la mano de Natasha Tarasiuk, rescatadas ambas por Borja Cires y Andrei Karashchuk. Este último y su mujer, la vitoriana Isabel Hernández, regentan dos tiendas en la calle Fueros: el centro de estética 'Et Voilá' y una boutique con el mismo nombre.
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Por la plaza contigua, se dejan ver pasear. Madre e hija ya no están en shock y hasta esbozan alguna sonrisa. «Todavía están en modo tranquilidad. Ahora toca cuidarlas y mimarlas mucho», dice Isabel, que continúa a la espera de que el Gobierno vasco conteste a sus correos. «Queremos que puedan tener su casa, su vida y su independencia». De momento, para ellas, la vida se ha detenido en una especie de vacaciones forzosas, que pasan en la casa de los padres de Isabel, en la localidad vitoriana de Askartza. «Les encanta la naturaleza, estar allí para ellos es lo más parecido a estar en su pueblo. Y poco a poco van cogiendo confianza», dice su anfitriona. «Me gusta estar allí y respirar aire puro. Estoy muy agradecida», añade Natasha.
En Uman, a unos 200 kilómetros de Kiev, tenían un hermoso vergel, con inmensos campos sembrados de trigo, girasol, soja y guisantes. Una fría planicie que no deja de guardar sus similitudes con la Llanada. «Vendimos toda la cosecha antes de salir de Ucrania». Agricultora orgullosa, está deseosa de empezar a aprender castellano y ganar algo de dinero para mantener a su familia. Esta semana ya tiene cita en la Cruz Roja y allí empezará con los primeros cursillos. Mientras, da algunos paseos por las huertas y en ella encuentra sus momentos de desconexión. «Ya he quitado algunas malas hierbas», dice.
En breve también se pondrán manos a la obra con la escolarización de Nastia. Todo con mucha paz, sin prisas. Olvidarse de tanto horror no se hace de un día para otro. Dejaron muchas cosas atrás y sobre todo a muchas personas. Natasha habla todos los días con su marido, que sigue en Ucrania, fusil en mano, defendiendo a su país. «Tuvimos que llevarla a urgencias porque de los nervios y el estrés le bajaron las defensas y le salió un sarpullido», cuenta Isabel.
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Olga Bryn, residente en Vitoria, también sufre desvelos y taquicardias. Su madre, octogenaria, todavía continúa en Kiev. Olga explica que a diario baja cuatro pisos por las escaleras. Muy despacio. A la velocidad que le permiten sus piernas, también cuando el estruendo de los misiles deja las calles desiertas. «Dice que con la edad que tiene, si tiene que morir, que sea en su casa y en su tierra», relata tratando de no romperse.
De ese infierno acaban de salir su nuera, Oksana Motrus, y la madre de esta, Tania. Vivían esquivando la muerte hasta hace apenas una semana. Las continuas alarmas antiaéreas les obligaban a dormir en un parking subterráneo con solo una muda y su coqueta gata, sin poder sentirse seguras en ningún momento por los traicioneros ataques del ejército ruso. «Bombardean más por la noche que por el día. Yo no podía estar tranquila. Me pasaba medio día mandando mensajes para saber si seguían vivos y estaban bien», añade Olga.
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Doce horas de pie
Cada vez las bombas se aproximaban más a su casa y decidieron escapar del país. Fueron a la estación de Kiev, donde centenares de personas se agolpan para tomar el tren a Leópolis, antesala a la frontera con Polonia. Entre empujones, la gente trata de huir como puede con tan mala fortuna que los accidentes son frecuentes. «Mi madre metió la pierna en el hueco entre el andén y el tren. Con la pierna mal, tuvo que hacer el viaje de pie porque no había ningún asiento», recuerda Oksana.
Doce horas después, desembarcaron en la ciudad más grande del occidente ucraniano acogidas por una familia amiga de Olga. El marido de Oksana, que trabaja en Vitoria, impotente, no podía acceder a su país, pues se arriesgaba a que le reclutaran y no le dejaran salir. Desde aquí, Olga y él buscaron un autobús. «Encontramos uno que les llevó a Madrid». Otros tres días de trayecto para recorrer los 3.162 kilómetros que separan la guerra de la capital de España.
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Natasha era agricultora y ya empieza a coger la azada en el pueblo vitoriano. «He quitado algunas malas hierbas»
Ahora viven con Olga. «Tania no puede trabajar. Llegó con la pierna fatal, muy inflamada. Tendrán que darle algún tipo de ayuda», se pregunta. Mientras, una luz se abre en el futuro de Oksana. Ella llega a Euskadi casi con el pan debajo del brazo. «Tenía un estudio de manicura en Ucrania. Queremos contratarla y que empiece a trabajar con nosotros en cuanto tenga todo en regla», cuenta contenta Isabel, que ya empieza a darle sus primeras lecciones sobre el negocio. Y ella deseando a esculpir, pulir y esmaltar uñas.
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