San Genaro, los planetas y la cepa inglesa
El 19 de septiembre del año 305 de nuestro Señor, Diocleciano ordenaba decapitar a un tal Genaro, obispo de Benevento por más señas, en la ... plaza de Nápoles en la que ordinariamente se llevaban a cabo los martirios y posteriores ejecuciones de díscolos, delincuentes, alborotadores y otros reos de la insumisión al poder terrenal.
Unos días antes, tras ser arrestado, había sido introducido en un horno encendido del que salió ileso con sus ropas en perfecto estado. Al segundo intento había sido arrojado a las fieras que se arrebujaron a sus pies mansamente sin tocarle un pelo. Así que no resulta extraño que a la tercera, decidieran cortar por lo sano, limpiamente y de un solo tajo, como solía hacer aquel verdugo con tanta pericia.
Al pie del cadalso, una mujer de nombre Eusebia y con aspecto de pertenecer a la nobleza, envuelta en lágrimas, extrajo dos ampollas de cuero del bolso que colgaba de su hombro izquierdo y se aproximó a la cabeza seccionada que yacía en el suelo entarimado con los ojos extrañamente abiertos y la mirada perdida.
Con ademanes decididos, acercó la primera ampolla hasta llenarla inmediatamente de la sangre que manaba abundante de las arterias del cuello seccionado por el hacha. Un momento después, con mayor dificultad por el menor flujo, Sebia, como la llamaban en casa sus amigos y allegados, llenó la mitad de la segunda ampolla sin ser vista. El soldado que fingía no observar nada permitió el trajín a aquella mujer arrasada por la tristeza, a riesgo de su vida, mientras recibía una bolsa de monedas que tintineaban camino de su faldriquera sin desviar la vista un segundo del cuadro general que se dibujaba en la plaza.
Muchos años después de aquella mañana de infausto recuerdo, y ya en la era cristiana y con el público entregado, la sangre del santo comenzó a licuarse con puntualidad intachable tres veces al año tras las sacudidas que el arzobispo de la diócesis le daba al relicario en el que se conservaba la sangre del beato Genaro que tan solícitamente recogiera y custodiara Sebia para la veneración futura del mártir.
Tres veces, tres, al año se obra la licuefacción –perdón por el palabro– que es como se denomina el paso del estado sólido del cuajo al estado líquido del flujo sanguíneo habitual. La primera, el sábado previo al primer domingo de mayo, porque sí. La segunda, el 19 de septiembre, por conmemorarse la efeméride de la decapitación. Y la tercera, el 16 de diciembre, en recuerdo del milagro por el que en medio de una terrible erupción del Vesubio, y tras sacar al santo en procesión, el río de lava se detuvo a las puertas de Nápoles. Que eso es un santo y lo demás son chorradas.
Todo eran fiestas y conmemoraciones a Genarito –que si detengo el volcán, que si alegría napolitana–, hasta que el 16 de diciembre de 1835 la sangre no se licuó. Y la que se armó fue de cojones. Una epidemia de cólera desatada por la ira de San Genaro, se llevó esta vez por delante a los que no se llevara el volcán. Cerca de 20.000 parroquianos murieron entre esputos y contorsiones variopintas.
Pues bien, ciento ochenta y cinco años después –este pasado 16 de diciembre de 2020–, el santo parece que vuelve a removerse en su tumba y no le ha salido del relicario licuar su sangre como todos los años. El obispo de Nápoles no paró de darle meneo al relicario como si fueran unas maracas, pensando que aquello se licuaba por las buenas o por las malas. Pero no. Genaro no estaba por la labor, anunciándose como antaño toda una serie de desastres por llegar. Así que vayan atándose los machos que la que puede liarse es parda.
«Qué pa-sa-rá...»
Por si fueran pocos los augurios y malos farios, cinco días después de la resistencia de Genaro a los empellones del obispo, Júpiter y Saturno se alineaban como no lo harán en los próximos 60 años bajo lo que se ha denominado como «la gran conjunción». Y aunque desde Vitoria no se viera un pijo dada nuestra proverbial y pertinaz boina de nubes que nos cubre, el fenómeno da para pensar en una alineación 'sangenaroplanetaria' y en los infortunios que ésta llevará aparejados sobre nuestras ya atormentadas cabezas.
Paralelamente, los ingleses actuaban como conejillos de indias del mundo occidental y comenzaban a ser vacunados con un entusiasmo digno de mejor causa, mostrando al mundo que por algo conquistaron el orbe, con el fusil y con ese salacot tan mono con el que se derramaron por el globo en busca de riqueza y de materias primas.
En esta misma semana, no lo olviden, se anunciaba la mutación inglesa del virus que asola el mundo y que, no contento con porculizar a propios y extraños, se ha reinventado para contagiar e infectar un setenta por ciento más rápido. Se cerraba el Canal de la Mancha y Gran Bretaña quedaba aislada del mundo.
Las Islas Británicas quedaban acordonadas y abandonadas a su suerte ante algo similar a un inminente holocausto zombie. Ríanse, que así empezaba la peli de 'Guerra Mundial Z', la de Brad Pitt que sale tan guapo de reportero y al final salva al mundo como un nuevo San Genaro. En poco menos de una semana, échale más ingredientes a la pócima, el Brexit extirpará al Reino Desunido de Europa.
Pero eso no es todo. Porque el remate de los malos augurios, como viene siendo costumbre en estos últimos tiempos de zozobra, ha tenido lugar en Madrid. Allí, pasándose las restricciones por el forro, y para vergüenza de propios y extraños, Raphael daba un doble concierto anunciando de nuevo su Gran Noche y repitiendo, esta vez con más razón y mayor sentido que nunca antes, su mundialmente famoso 'ES-CÁN-DA-LO'.
«Qué pasará, qué misterio habrá», repetía Raphael deambulando de aquí para allá por el escenario, ante un público entregado que, como en un akelarre de los de Álex de la Iglesia, jaleaba al inmortal Miguel Rafael Martos Sánchez, más conocido como Raphael. Viéndolo por la tele con absoluta incredulidad, no podía evitar recordar aquel bailecillo de ritmo compulsivo con el que Rajoy se desplazaba aquí o allá en una boda eurovisiva en Armentia, bajo los acordes de aquella misma canción.
Y me dije que el mundo está definitivamente jodido. Que vamos a morir todos. Que nos vacunarán y se nos pondrá cara de besugo y comenzaremos a mordernos los unos a los otros, hasta que a San Genaro, como hiciera antaño ante la lava del Vesubio, se le ponga en las pelotas volver a licuar sus plaquetas.
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