Vista aérea del puente azul de Portal de Castilla. Rafa Gutiérrez

Flores suicidas

Se non é vero... ·

Les prometí no escribir de nuevo sobre el coronavirus y voy a cumplir con la palabra de vasco. Así que dejaré al fin de dar ... la lata sobre este virus coronado y tan monárquico del que no sabemos a ciencia cierta si se trata de una criatura microscópica o de algún rey emérito dada la proverbial capacidad de ambos para infectar entornos próximos aumentando el número de altas bien en UCIs, bien en instituciones penitenciarias.

Publicidad

Así que para evitar la rutina diaria de departir sobre contagios y rebrotes o de meterme en política, aproveché la jornada preelectoral de ayer para reflexionar, no tanto sobre el voto que ya tenía premeditado, como sobre otras cuitas más personales y pedestres que acuden a mi mente de manera recurrente cuando recorro lugares que habité en mi infancia.

Paseando por el barrio de San Martín me aventuré bajo uno de los túneles que cruzan las vías del tren y mis pensamientos se dispararon repentinamente como si hubiera atravesado un túnel del tiempo. Recordé cuando de niño vivía en el barrio de Ariznabarra y cómo el ferrocarril constituía un auténtico desafío cotidiano en nuestras vidas. Su presencia tan rotunda nos hipnotizaba a su paso con esa indiferencia con que desfilaba distante ante nuestros ojos. Aquella ruidosa mole de hierro nos hacía sentir más pequeños aún de lo que realmente éramos entonces, con apenas seis o siete años de edad.

En aquellos días, nuestras vidas se circunscribían al paisaje que circundaba nuestro entorno en apenas unos pocos kilómetros a la redonda. Y la vista de aquella máquina que intuíamos repleta de viajeros nos hacía soñar con otros paisajes y lugares lejanos, cuajados de montañas, o bañados por el mar, a donde se dirigían los afortunados que ocupaban sus asientos en el interior del monstruo, como Jonás viajara dentro de la ballena.

Publicidad

Recuerdo que en la actual calle de Pintor Doublang, en la frontera de la Calle Castilla con las vías del tren, muy cerca del viejo puente de hierro hoy desvencijado sobre un jardín, había una cueva bajo los raíles donde nos escondíamos los integrantes de aquella banda de aventureros, apenas media docena de niños, antes de que pasara el tranvía que iba a Miranda de Ebro. Cuando oíamos el rumor lejano que nos alertaba de que se acercaba el convoy y entrábamos en rumbo de colisión imaginario, gritábamos como dementes para conjurar el miedo, esperando que la pesadilla durara sólo unos segundos y pasara rápidamente sobre nuestras cabezas.

Aunque el ruido resultaba ensordecedor y aterrador a un tiempo, todos disimulábamos nuestros miedos durante los segundos que el tren tardaba en pasar sobre nosotros para no ser objeto de burlas por parte de los más mayores. A todos nos temblaban las piernas, pero lo realmente importante consistía en ser capaces de disimularlo para aparecer como héroes ante los demás, cuando en realidad no éramos sino un puñado de críos inconscientes e irresponsables viviendo una niñez apasionante.

Publicidad

Volví por entre las vías para recordar aquellos días luminosos de nuestra infancia y logré adentrarme en la traza del tren, huroneando por entre unos matorrales tras los que la valla aparecía rota y deshilachada. Traté en vano de hallar aquel refugio subterráneo de antaño, definitivamente rellenado y perdido tras las obras de asentamiento del nuevo y moderno puente azul.

Caminando entre las traviesas de madera reparé sorprendido en un detalle que hasta aquel día me había pasado desapercibido: en los carriles de la vía del tren crecían flores suicidas. Apenas asoman, abren sus pétalos para dar tiempo a abejas, mariposas y esfíngidos a que recojan el polen antes de que el tren ponga coto a su fugaz existencia. Viven tan sólo unos minutos; unas horas las más afortunadas. A tal punto que uno pensaría que en su ADN llevan incorporado el horario de Renfe, para nacer entre el paso del tranvía a Miranda y el Intercity a Madrid, y darse así tiempo para prestar su polen y su aroma fugaz al mundo.

Publicidad

Me dio por pensar que un retraso en cualquier tren podía suponer una tragedia para el devenir de una de aquellas flores suicidas, a las que la falta de puntualidad de un maquinista incompetente o de un factor displicente, fuera causa de una muerte aún más inoportuna.

Las flores suicidas que crecen en el camino de los trenes, junto a los raíles de acero, me parecieron una metáfora de la vida que nos ha tocado en suerte en estos tiempos oscuros e inquietantes: lo efímero de la salud, la brevedad de la existencia o lo perecedero de los anhelos de cuando niño, hoy perdidos entre la bruma que dejan a su paso los años en nuestra memoria.

Publicidad

Recordé a aquel compañero de clase, en la universidad, que animaba nuestras cenas recitando poemas encaramado a la mesa del restaurante de Pamplona donde dábamos cuenta de unos bocadillos de lomo mientras escuchábamos sus versos adolescentes. Rubén, que así se llamaba, esperó hasta el último año de la carrera, hasta aprobar la última asignatura y obtener su última papeleta de aprobado, para correr idéntica suerte a la que corren las flores suicidas que nacen para ser arrolladas por el próximo tren, polinizando así las vidas de los viajeros que sobrevuelan sin saberlo la sublimación de tanta belleza.

Al igual que en nuestras vidas, de las flores suicidas que nacen y mueren en minutos entre los raíles del tren, o de las que parecen sobreponerse a las circunstancias, por dramáticas que estas sean, aprendí que hay personas y flores que son como el mar y borran las huellas de la playa porque añoran la discreción y el anonimato. Y porque intuyen que la belleza es fugaz como la misma vida, tras comprender que la belleza y el drama siempre caminan de la mano.

Noticia Patrocinada

Para ellos, Jose, Rubén y tantos otros amigos que se fueron como esas flores, escribo estas palabras de recuerdo y sincero afecto. Fue hermoso compartir la vida con ellos y disfrutar de la fragancia vital que esparcieron.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Accede todo un mes por solo 0,99€

Publicidad