El expolio napoleónico en Rioja Alavesa
Este año se cumple el 200 aniversario de la muerte de Napoleón. El genio militar dejó también su cruenta huella en Rioja Alavesa. Durante el ... tiempo que estuvieron asentadas sus tropas en nuestro territorio, desde finales de 1807 hasta su expulsión al final de la Guerra de la Independencia, se sucedieron las afrentas a la población. Las villas, pueblos y aldeas padecieron un gran quebranto económico y humillación por parte de los ejércitos franceses.
Gracias a la labor investigadora e impagable del sacerdote de Laguardia Antonio Mijangos Martínez, conocemos con detalle los saqueos continuados que cometieron las tropas. Durante muchos años ha hurgado en los archivos históricos de la Diputación alavesa, Obispado de Vitoria, ayuntamientos y parroquias de Rioja Alavesa, entresacando todos los datos de aquella época.
Todo empezó el 27 de octubre de 1807 con la firma del tratado de Fontainebleau rubricado por Francia y España. En él las dos naciones se comprometieron a iniciar una acción conjunta para ocupar y repartirse Portugal. Una de las cláusulas contemplaba el derecho de tránsito y alojamiento de las tropas francesas en tierras españolas. Una artimaña con el fin de ejercer una ocupación en toda regla de la Península Ibérica.
Reinaba en España Carlos IV de Borbón. Se casó con María Luisa de Parma. La italiana, junto al todopoderoso primer ministro, Manuel Godoy, marcaron los designios de España. Napoleón hizo un juego de trileros que acabó con un trueque en el trono. Puso de rey a su hermano José Bonaparte (Pepe Botella) y mandó al exilio a Carlos IV. El golpe estaba materializado. Cuando 1807 tocaba a su fin, se instalaron en Vitoria 19.658 soldados y 943 caballos al mando del general Dupont, que solicitó al Diputado General de Álava, Pedro Ramón Echeverría, todo tipo de suministros, incluidos alojamientos especiales para los oficiales. La capital alavesa se erigió en el epicentro logístico para que el emperador francés extendiera sus ejércitos por el territorio español. Mes a mes aumentó el flujo de tropas en Gasteiz.
En aquellos tiempos, la vara de corregidor de Laguardia estaba en posesión de Juan Ramón Ruiz Pazuengos, que se dio por enterado de la notificación del diputado general para que acogiese en la villa de «800 a 900 soldados de caballería» y les proporcionase «un cómodo alojamiento a ellos y a sus caballos». Hubo reunión en el pueblo para dar a conocer el edicto a los vecinos. No les gustó un pelo. En las arcas del Ayuntamiento dormitaban las cucarachas. Era el mes de enero de 1808.
La avalancha de milicias francesas fue constante. Ruiz Pazuengos (3 de febrero de 1808), amparándose en la autoridad conferida por su majestad, pidió la colaboración del Ayuntamiento de Elciego, para el acomodo y preparación «de 33 camas compuestas de marragón -jergón-, dos mantas, dos almohadas llanas y dos sábanas de buena calidad para los oficiales de mayor graduación».
El ejército galo obligó a requisar todos los objetos de valor de parroquias y ayuntamientos
Los gastos para la hermandad de Laguardia por la estancia y paso de los soldados resultaba desorbitada. El intendente del ejército francés, Cesáreo Gardoqui, estaba al mando de todas las operaciones. «En Labastida, Lapuebla de Labarca, Zambrana, Berantevilla, Rivabellosa, Miranda de Ebro y Oyón» por orden del General Moncey, se insta a esos pueblos «a que acojan a miembros de toda índole de su ejército». Los curas son los mayores opositores a los bandos. Eran los más instruidos y no comulgaban con las tropelías que se estaban llevando a cabo con el pueblo. En una sesión de las Juntas Generales de la Provincia el 2 de junio de 1808, «se propone echar mano de la plata existente en las parroquias de Laguardia en caso de necesidad con el fin de paliar los enormes gastos producidos».
Un polvorín
La resolución hace chirriar los dientes del clero. Más leña al fuego. El 4 de diciembre de 1808 la Junta de Gobierno «solicita al Obispo de Calahorra la plata sobrante en las iglesias de Álava, sus vasos y objetos de culto, dejando solamente, lo estrictamente necesario para los oficios rutinarios». Se ponen a la venta fincas, se aumenta el pago de los servicios, las cargas tributarias y todo tipo de impuestos. Hasta se requisa el vino de las cofradías.
Los pueblos se convirtieron en un auténtico polvorín. Los conquistadores galos vigilaban con exacerbado celo el comportamiento de las gentes. Había represalias y los insurgentes eran conducidos presos a Vitoria. La avidez de la empresa imperialista de Napoleón no tenía límite. Se asaltan carruajes y el bandolerismo impera por doquier. Las mujeres no pisan la calle por temor a ser violadas. Hay gentes que se decantan a favor de los invasores -los llamados afrancesados-, los cuales son habitualmente repudiados por sus vecinos.
En Laguardia acontece en 1809 un hecho deleznable. Al sur de la villa (en La Barbacana), donde antaño se asentó la judería, se encontraba el Convento de los Padres Capuchinos, guías espirituales del pueblo. El ilustre fabulista Félix María Samaniego, por su estrecha relación con los frailes, había sido amortajado con el hábito de la congregación pocos años antes. Las tropas francesas se acuartelaron en el sacro lugar, requisaron todos los objetos de valor y expulsaron a sus inquilinos.
Es también muy conocido otro caso en Samaniego. «Unos vecinos del pueblo matan al alcalde y a otro residente, cuando el mes de julio de 1810 agonizaba» al ser considerados afines a las tropas francesas. No tardó en llegar la consiguiente represalia. El general Dumuostier dictó que «Samaniego sea cercado por la tropa y entreguen al jefe de la columna a diez individuos de los peores sujetos para ser ejecutados en la plaza pública». La sentencia se llevó a cabo a los pocos días.
Los anteriores son ejemplos de todos aquellos desmanes. Y no conviene quedarse tanto en quiénes fueron víctimas o verdugos, sino en la guerra en sí y en las desgracias que arrastra.
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