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Varios blusas y neskas, en la plaza de España. Iosu Onandia
Los esforzados de la (g)ruta

Los esforzados de la (g)ruta

Análisis ·

Esto es como lo de los pimientos de Padrón, que unas costumbres permanecen (ajos) y otras no (burros)

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Jueves, 26 de julio 2018, 01:06

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Ya entiendo que en el preámbulo de las fiestas no conviene ponerse exquisito. Pero qué quieren, hay pulsiones poderosas, como la manía de recurrir a novelas para explicar algo en formato de leche condensada. Así que me bulle en la cabeza 'Historia de dos ciudades', obra que firmó Charles Dickens dos siglos atrás. Y como el firmante es aprovechado toma el título a beneficio de inventario para deducir que Vitoria parece una desde el barrio hasta la confluencia con La Florida el 25 de julio y otra a partir del romántico y afrancesado parque. Entre que el cielo plomizo de la capital alavesa por la mañana dificulta la inmersión temprana en el bullicio y que esa frontera existe, uno no percibe su deambular por una de las jornadas grandes del año vitoriano hasta el primer avistamiento de blusas, especie sin peligro de extinción.

No hay períodos adaptativos que valgan, de esos que se han inventado allá por septiembre las escuelas de criaturas con los mocos aún colgando. La primera txaranga entra por los oídos sin permisos timbrados, Biotzatarrak habría de ser, enfrente del Parlamento. Ahí toma conciencia el viandante de que las tradiciones por estas calles asemejan a los pimientos de Padrón, que unos pican y otros no. A falta de carrera de burros, por ejemplo, pervive la costumbre de aprovisionarse de ajos como si fuesen a declarar las autoridades un ataque nuclear. El condimento que inunda las fosas nasales reina a lo largo y a lo ancho de esa postal espléndida que dibujan Los Arquillos hacia abajo con la cuesta de San Vicente picando arriba. Huele a 'Eau de Ajo', pero no me imagino a bellezas femeninas y masculinas anunciando el producto por televisión con esas voces nasales tan ininteligibles como seductoras. Lo cierto es que los tiempos modernos también salpican de amaneramiento ciertas costumbres. ¿Dónde ha quedado aquella prueba que establecían los traumatólogos para comprobar la resistencia de escápulas u omoplatos al trasladar durante tiempo las ristras interminables sobre los hombros? Muchas bolsas de comodidad se veían ayer.

Creo que ya ha quedado comentada la historia de las dos ciudades. Metidos en harina de costal festivo hay que reconocer que el estruendo de la música de viento amenaza con batir la plusmarca de decibelios junto a la escultura horadada de Ibarrola a la que nadie conoce por su nombre. Esa zona es como el vestíbulo de la gran sala de estar de Vitoria, la plaza de la Virgen Blanca. Tan hermosa en jornadas rotuladas en rojo, como en días de la labor. Sin saber a ciencia cierta si la ciudad ingresará en el récord Guinness de los tenderetes horizontales y los globos de vocación vertical, retumba el pavimento del espacio amplio a los pies de la patrona. Claro, son los esforzados de la (g)ruta según el viejo argot de las retransmisiones ciclistas. A falta de pollinos, las cuadrillas de blusas y neskas se juegan ahora el honor rodando barricas de vino más pesadas que un pelma en la cena de Nochebuena. Digo gruta porque el paso bajo los soportales de la Plaza de España guarda reminiscencias vagas con la forma de la caverna. La chavalería andante gira cuatro vueltas a un circuito duro, que comparte trozos con la carrera de goitiberas al mediodía del 6 de agosto. Ya saben, aquellos locos en sus viejos cacharros.

Sí, Olaguíbel fue un fenómeno, un grande, un monstruo, un máquina. Quizá sólo dejó de prever que sus monumentales Arquillos resultarían con el tiempo la mejor platea para seguir en vivo las pruebas del ingenio popular. Ya luce el sol, y bien que le ha costado en su maldito afán de no echar una mano al ambiente festivo. Es la hora de volver sobre los pasos para revivir una de esas imágenes indelebles, la de la Banda Municipal en el kiosko de La Florida. Arranca con pasodobles taurinos, tal vez para compensar la falta de feria. Y según vuelve uno hacia el barrio ya sólo escucha el eco lejano del jolgorio en la 'otra' ciudad.

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