Erecciones generales
Me sentí un alfeñique ante aquellos cinco machos alfa del debate que secuestraron mi aventura extramatrimonial y posterior confesión matrimonial
Lo juro. Fue el lunes, cinco de noviembre, a las diez menos cuarto de la noche. Ni un minuto más, ni uno menos. Me dijo ... buenas noches y me preguntó por dónde se iba al Casco Viejo. Una melena pelirroja infinita envolvía aquella cara pecosa. Y unos ojos color miel de brezo, como la que me desayuno cada mañana untada en una tostada, me miraban con curiosidad.
Pensé que era una turista más buscando la catedral de Santa María y como buen vitoriano me deshice en explicaciones, guiños culturales y propuestas gastronómicas. Hasta que me echó el freno, y me confesó que todo eso le importaba un higo chumbo. Que lo que quería era compañía masculina y que se alojaba en el hotel Ciudad de Vitoria.
-Que no te enrolles, Charles Boyer. Me miró como a un taxi desocupado.
Hacía tiempo que no me ocurría algo así, hasta el punto de que no se me ocurrió otra cosa que mirar a ambos lados pensando que aquella muchacha era el gancho, y que a buen seguro estaría acompañada por un socio albanés dispuesto a caer sobre mi chepa para echar mano a todas mis pertenencias.
Entonces reparé en que volvía del gimnasio, sin cartera, sin reloj ni nada que se le pareciera. Y que, a menos que pretendieran hacerse con mi ropa sudada y con el par de toallas -carne de lavadora- que llenaban mi mochila, no llevaba encima nada que mereciera la atención de una descuidera.
Más sosegado, imaginé que mi atractivo natural y mi despliegue de feromonas, tras un par de horas de ejercicio intenso, habrían obnubilado a aquella mujer, bellísima por otro lado. Así que, sin pensarlo, me dejé llevar por el sino y le dije que dispusiera de mí para lo que estimara menester. Entendí al que dijo aquello de que lo malo del deseo es que vuelve sin avisar.
Fuimos al hotel, faltaría más, y subimos a la habitación con las prisas y los nervios normales que una situación tan sorprendente como esta lleva aparejadas. Algunas risas nerviosas y varias intentonas, hasta que la tarjeta nos permitió franquear la puerta de la 333. «Coño», me dije, «como el restaurante de La Puebla de Arganzón».
Les puedo asegurar que siempre he sido fiel y un marido ejemplar. O por decirlo de otra forma, siempre he sido leal en mi relación. Seguí el consejo de mi padre de no hacer a los que quieres lo que no quisieras que te hicieran a ti. Pero aquella noche brillaba insultante la luna llena y algún gen perdido de hombre lobo debió activarse, o eso supuse, cuando me escuché canturreando entre dientes aquella melodía de La Unión: «La luna llena sobre París, ha transformado en hombre a Denis…».
Me senté en un sofacito que había en la suite junior, así como un Tu-y-Yo, con tan mala fortuna que me apoyé sobre el mando de la televisión. Frente a mis ojos apareció Santiago Abascal. Mi libido cayó en picado cuando ella salió apresuradamente del baño y se echó las manos a la cabeza. Me confesó que era periodista y se sentó frente al televisor.
-Joder. Me había olvidado de que el debate era esta noche. Si me disculpas le echamos un vistazo un ratito y si eso, más tarde, nos relajamos.
Entre los cinco candidatos presidenciales la hipnotizaron. No despegaba los ojos del televisor porque según aseguró tenía que hacer una crónica para el diario digital en el que 'frilanceaba'. Tomaba notas desaforadamente y hacía oídos sordos a mis comentarios.
Yo soy educado, además de obediente y de dejarme llevar, como en el baile. Así que asentí a sus deseos y nos acomodamos en sendos sofacitos, dispuestos a seguir el devenir de aquel quinteto de la muerte. Cuando escuché el lapsus de Pablo Iglesias -'mamada' por 'manada'- no pude por menos que reírme imaginando lo que le pasaba por la cabeza al candidato en ese milisegundo en que la palabra inadecuada acababa de salir de su boca.
Digna de película
Recordé el proverbio que advierte de que en la vida hay tres cosas que no vuelven atrás: la flecha lanzada, la palabra pronunciada y la oportunidad perdida. Y me pregunté qué demonios hacía yo en aquella habitación, con aquella pelirroja, viendo aquel debate en una escena digna de alguna peli de Woody Allen.
Les di las gracias a Albert por el adoquín, a Pablo por la 'mamada', al de Vox por eso de que va a esposar a Torra y a ilegalizar al PNV, a Sánchez por ser el yerno que toda suegra desea y a Casado por parecer soltero por lo sosaina que da en la tele.
Porque gracias al debate, y al cariz que tomaban los acontecimientos, tras disimular un par de bostezos, me incorporé a hurtadillas e hice un mutis por el foro sin que mi interlocutora reparara en mi tocata y fuga, tan ocupada como estaba en su crónica.
Cuando llegué a casa no tardé un segundo en intentar contarle a mi mujer lo que me había sucedido. O mejor, lo que no me había ocurrido gracias al debate electoral. Pero la encontré embebida frente al televisor cuando aún quedaban dos intervenciones para finalizar el sínodo electoral.
- Calla y no digas tonterías, que ahora viene el minuto de oro.
Así que, abatido por aquel acoso televisivo, dejé la ropa sucia en el cesto del baño, me puse el pijama y me fui a la cama abrumado por los acontecimientos. Me sentí un alfeñique al lado de aquellos cinco machos alfa que secuestraron mi aventura extramatrimonial y mi posterior confesión matrimonial. En realidad no sabía si tenía mala conciencia por lo que había estado a punto de hacer, o mal cuerpo por parecer el hombre invisible para dos mujeres, en el breve espacio de media hora.
- No aprenderás nunca, me dije, mientras cerraba los ojos abatido por el sueño.
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