Hay organismos supranacionales que tan alta dicha esperan, rememorando los versos de la mística Santa Teresa de Jesús, que se creen muy por encima del ... bien y divisan abajo el mal. Es el caso de la ONU, que dispensa jornadas rotuladas en rojo de ámbito mundial como bendicen bulas los papas por mal que uno se haya portado en la vida. Hace seis años que a los moradores del enjuto y vertical rascacielos de la Primera Avenida neoyorquina se les ocurrió beatificar el 20 de marzo como el Día planetario de la Felicidad. ¿Y quiénes somos sus súbditos para contradecir semejante proclamación? Así que amén. Muchas sonrisas y pocas muecas.
No hace tanto que una compañera me remitió el catálogo completo de fechas mundialmente dedicadas a cuestiones básicas y otras más peregrinas. Aluciné con algunas, la verdad, que localicé en el difuso terreno de ese surrealismo que tanto me seduce. Pero luego vuelvo a mí y me revuelvo. Llámenme rebelde, a veces con causa y tantas otras sin motivo, pero eso de ser dichoso por definición lo llevo bastante peor que regular. Hay que reír en carnavales, el 6 de julio en Pamplona o a la media tarde del 4 de agosto en la Virgen Blanca, a finales de abril en Armentia o de romería casi otoñal a las campas de Olárizu. ¿Quién firma tales decretos? ¿El responsable del Ministerio de la Verdad en la novela '1984' de Orwell? Vaya usted a explicar a alguien que fue dichoso la noche del 29 de octubre, valga el ejemplo aleatorio, por motivos personales e intransferibles.
Me resisto a pensar en la felicidad como un estado sólido y permanente. Lo identifico más bien con momentos gaseosos que te colocan el ánimo y preferirías extender más tiempo de lo que duran. Pienso más en sorbos placenteros que en retrogustos permanentes. Y si usted, como yo, se encuentra empadronado en Vitoria, bastante bien vamos sin enredarnos en debates estériles que mordisquean el estado zen. Bastante con no romper la baraja. De Fournier, claro, que en eso estaremos de acuerdo.
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