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Cuando uno abandona la atosigante ciudad y se adentra en un pueblo montañoso de medio millar de habitantes –seguro, además, de que allí crece chavalería– ... piensa que la plaza central se la encontrará rebosante de ambiente. En la de Bernedo, un día cualquiera en la rutina, resulta difícil cruzarse, de casualidad, con alguien. Esa imagen idílica se desmonta rápido. «Pasar aquí un invierno... Es superar una prueba de fuego. Nosotras en cuanto podemos salimos a la calle a buscar niños», certifica Itzi Saéz de Cámara.
Esta andereño se afincó en la Montaña en 2018 junto a su pareja, Enrique, y hace un par de años que tuvieron a su hija Ane. Los motivos de su asentamiento en una rehabilitada y coqueta casita de piedra tienen que ver con el trabajo de él –es ganadero en Quintana, a cinco kilómetros– y con una predilección de ambos por el mundo rural. Ésta la heredaron, claro, del linaje familiar. Ellos se han criado así y es la vida que quieren para su hija. «Aquí hay otro ritmo y es mucho más familiar», valora entre las bondades de la vida rural Sáez de Cámara.
Entre los vecinos predomina una preocupación. Que no nazcan niños, ni se dé pie a un posible relevo generacional que permita repoblar el municipio. «Ese siempre es el miedo. Sobre todo porque nos cierran la haurreskola. Cada año hacemos cuentas de cuántos habrá el curso siguiente para ver si libramos», confiesa esta madre. Así que, «cada nacimiento se celebra», igual que si llega algún residente nuevo. «Ojalá se quede. Eso es lo que solemos pensar».
Por el momento, el peso infantil en la pirámide poblacional de Bernedo lo llevan «unos seis niños» de edades diversas. Así que, si bien en la haurreskola –que funciona hoy «al completo»– éstos juegan con otros txikis de pueblos vecinos, en el día a día el mejor acompañante de juegos de la pequeña Ane puede ser un abuelo que, al contrario que ella, ya aprendió hace tiempo cómo hablar o andar.
«Aquí el ambiente es integeneracional y los niños participan en todo. Acaban siendo muy adaptativos. Por ejemplo, si toca ir a las vacas o a recoger la fruta que llega los sábados en furgoneta...», relata Sáez de Cámara.
De hecho, reconoce que aquí hay un «momento sagrado» para socializar. «A las 10.30 horas todos hacemos un parón para tomar el café en el bar. Y eso a mí me salvó en el postparto», confiesa. Fue allí en esa tasca donde se enteró también de que tenía derecho a 1.000 euros por traer al mundo a Ane. «Las ayudas son un aliciente más, que no lo tiene la ciudad, y lo que está claro es que aquí hay más oportunidad de vivienda asequible. Yo soy feliz y ya no me veo viviendo en Vitoria», apunta.
En este sentido, cree que es positivo el programa de la Diputación de garantías al alquiler de viviendas en la zona rural porque, por lo general, «esto sólo es rentable para la gente que trabaja aquí». Así, tampoco esconde que formar una familia aquí no es de lo más sencillo. El campo no entiende de bajas por paternidad o fines de semana. Y aunque «la vida sí es tranquila, conciliar no es fácil; suerte que estamos muchas igual», se consuela.
Por otra parte reclama la necesidad de reforzar servicios. «Sin ellos, envejecer tampoco es fácil y, además, tenemos que desplazarnos para muchas cosas, lo que complica el día a día». Por ejemplo, el pediatra sólo acude a Bernedo una vez a la semana y el colegio, ubicado entre la haurreskola y una residencia de mayores, se cerró hace ya más de 30 años. El verano traerá consigo otra imagen de la zona, pero para los vecinos, si nada cambia, esas reivindicaciones continuarán.
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