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Jorge Barbó
Jueves, 1 de noviembre 2018, 00:42
Todo se ha cubierto con un tupido velo de color negro hasta llevar la muerte a una discretísima dimensión. En una época de exhibicionismo, algo tan natural como el deceso sólo se entiende en el ámbito de lo estrictamente privado, de la intimidad. No siempre fue así. Hubo un tiempo en que en Vitoria, como en tantas otras ciudades de provincias, los funerales eran pequeños acontecimientos sociales. Comitivas fúnebres desfilaban con solemnidad por el centro de la ciudad. Los vecinos de Siervas de Jesús estaban más que acostumbrados a ver pasar ataúdes bajo sus ventanas. Se acudía, en masa, a dar el pésame a casa del finado: la familia lo agradecía con un gesto, con un movimiento compungido. La 'cabezada' le llamaban.
Lo cuenta la investigadora Isabel Mellén en 'Caminando entre cadáveres', las visitas guiadas que propone el festival Zakatumba para demostrar que «Vitoria es una ciudad rebosante de vida en la que la muerte aguarda en cada esquina». No conviene dejarse engañar. En las rutas, de unas dos horas, no hay lugar para el morbo. Del Casco Viejo a la Virgen Blanca y de allí al cementerio de Santa Isabel, Mellén trufa el paseo con anécdotas, curiosidades y datos sobre mitos antiguos y sepulcros de célebres finados de la ciudad.
Las rutas -las próximas están previstas para hoy, el sábado y también el domingo por el éxito de la iniciativa- parten de la Iglesia de San Pedro. Allí, como en tantos otros templos de la capital alavesa, todavía se conservan enterramientos tanto en el interior como en su perímetro. «Se enterraba cerca de la santidad», explica la investigadora frente al pórtico.
En su pantalla, en la que se van sucediendo fotografías de época y grabados, se aprecia cómo hubo un tiempo en que Siervas de Jesús era una especie de 'Quinta Avenida' del óbito. Por allí pasaban muchas de las comitivas camino al cementerio de Santa Isabel. «Muchos supieron ver un filón y abrieron allí sus funerarias», explica Mellén, que recuerda la «intensa discusión teológica» que propiciaron los primeros desfiles funerarios con el ataúd con un carruaje tirado por caballos. «Al principio, se consideró casi un sacrilegio que fueran bestias las que llevaran el féretro, cuando lo habitual era llevarlo en andas», ilustra.
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