Recluido en mi Monasterio de Veruela particular, esta situación de reclusión, confinamiento o como prefieran, que tanto da, me recuerda al tropel de sensaciones de ... aquella montaña rusa que por primera vez, apenas con cinco años, cabalgué en Igueldo junto a mis hermanos. Sentimientos que subían y bajaban, que se precipitaban a una velocidad endiablada para trepar como centellas luego, y que te conducían hacia las alturas más azules y bellas por un momento para sumergirte de pronto y sin piedad en los confines del infierno.
Al igual que entonces, experimento hoy un crisol de sensaciones maceradas en el mismo minuto, en el mismo instante casi, que apenas te brinda un segundo para sobreponerte al desastre o relajarte siquiera. Y desfilan por mi mente una sucesión de estados de ánimo, en los que tan pronto me desencajo de risa con un vídeo o con un mensaje ocurrente, como rompo a llorar escuchando la enésima versión de 'Resistiré' o la última noticia triste sobre el padre de Marta, hasta ayer una roca y hoy ya un recuerdo enterrado en la clandestinidad.
Como por arte de brujería, pasamos de la seguridad a la duda, de la claridad a la desconfianza, de un día diáfano de sol a la bruma de otro lluvioso. Así hemos visto desde nuestras ventanas durante estas jornadas interminables la hermosa luz de días de junio, para despertar una mañana con la nieve del invierno cubriendo los tejados de nuestras casas.
Teniendo como tenemos tiempo para fabular y para pensar, nuestra imaginación se desborda como un rabo de nube que barre las malas ideas que deambulan por el trastero de nuestra memoria. Y mientras escucho el diario hablado, leo las noticias y veo el telediario, me dejo asustar un día tras otro como un niño sobrecogido por una película de miedo.
Sospecho una ciudad aterida, mirando oculta tras los visillos, con el corazón encogido por la incertidumbre de una realidad distópica en la que cada cual tiene monstruos particulares que sacar a pasear con el perro dentro del perímetro establecido de doscientos metros alrededor del domicilio.
Hay quien se siente a salvo tras el escudo de una juventud protectora, mientras observa cómo mueren todos aquellos que padecieron la penúltima cuarentena. Aquella duró cuarenta años, y no los cuarenta días y cuarenta noches que durará esta. Aquella incluía hambre y cartillas de racionamiento, y esta supermercados bien aprovisionados.
Recuerdo el primer día de cuarentena en que un ejército de consumidores arrasaba con toneladas de papel higiénico y chucherías de las estanterías de los supermercados. Mientras, una cajera desolada gritaba frente a su registradora harta de facturar fiambres, bolsas de patatas fritas y galletas a centenares: -¡Dios mío! ¡Vais a morir de colesterol y no de coronavirus, cabrones!
Me pregunto qué provoca estas reacciones tan primarias e irracionales que hacen que este rebaño resulte tan voluble y asequible para todo tipo de predicadores de odio, profetas de revanchismo y propagadores de bulos interesados. Hora va siendo ya de orillar a este tropel de presuntos expertos y opinadores tóxicos que, a menudo incapaces de gestionar sus propias vidas, pretenden enseñar a médicos, epidemiólogos y profesionales cómo hacer su trabajo y a nosotros, de paso, cómo enhebrar nuestras vidas.
Es hora de reparar en que el miedo es el mejor caldo de cultivo contra la libertad. Y que la mejor vacuna contra él, no les quepa duda, es la información. La verdad pura y dura. Así como respetamos la cuarentena para no dejar entrar al virus en nuestras vidas, debemos extremar las precauciones para que tampoco entre en nuestros domicilios otro igualmente peligroso: el de la desinformación. El primero mata. El segundo pretende manipular a la gente y trufar la convivencia de temor y sometimiento.
Igual que aquel eslogan reivindicativo clásico reclamaba 'la tierra para el que la trabaja', la libertad y la democracia, el derecho a la información, son cuestiones que no brotan por generación espontánea. La democracia no se sestea, se surfea. No se construye convivencia tumbado en una 'chaisse longue', sino desde ese equilibrio inestable del que cabalga una ola con su tabla. Son precisos elementos como la voluntad, la tensión, el equilibrio y el riesgo si me apuran, para mantener una estabilidad ciertamente inestable.
El problema que nos desborda en estos días es que, tras una siesta interminable, nos hemos levantado una buena mañana tratando de surfear un tsunami. Y el reto nos parece insuperable cuando no lo es. La convivencia es un conjunto de pautas que requieren de práctica diaria y su ADN son la ciudadanía y el derecho. Su aprendizaje, como el amor, necesita de tiempo, dedicación y tenacidad. También de cariños y afectos como la crianza. Y de disciplina, por qué no, como cualquier aventura épica, como es la propia vida.
Nada es trivial. Y a la hora de interpretar el mundo y nuestra existencia debemos huir de quienes brindan soluciones sencillas e incluso frívolas a problemas realmente complejos. No son horas de acudir a profetas del desastre ni a mariachis del apocalipsis. Son tiempos, más bien, de construir ciudadanía y de construirla sobre valores y sin miedo. Y este de la cuarentena resulta un magnífico momento para una reflexión al respecto. ¿No les parece?
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