Carta de despedida de Ekain Jiménez «al arquitecto alavés por excelencia»

Ekain Jiménez Valencia

Lunes, 11 de marzo 2024, 14:07

Conocí a Roberto en la Escuela de Arquitectura de Pamplona hace un tiempo. Él impartía docencia en quinto año. Siempre fue un gran profesor de proyectos que además estaba extraordinariamente centrado en la cuestión constructiva. No hay buen proyecto si este no se traduce en una solución constructiva sensata y eficaz. De esto dan buena cuenta algunos de sus mejores obras, como el restaurante La Florida o la Fundación Sancho el Sabio, pero también los enormes estantes de su estudio, perfectamente ordenados y repletos de catálogos y de todo tipo de muestras de materiales de construcción.

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Pocos años más tarde retomamos el contacto en Vitoria, esta vez amistoso, unidos por las inquietudes culturales y más concretamente por el interés en comprender y reaccionar ante las coordenadas de la arquitectura contemporánea local en un contexto difuso e indeterminado. Primero en Mahaia Araba, mesa sectorial para la cultura en Álava, proyecto cultural intenso, pero ya extinto, aunque todavía necesario. Y poco más tarde y hasta fechas recientes, en el Colegio de Arquitectos de Álava, en donde tuvimos la suerte de impulsar la cultura arquitectónica que generalmente permanece adormecida o eclipsada por otras culturas.

Roberto Ercilla ha sido uno de los arquitectos más relevantes del País Vasco en las últimas décadas. Y sin duda, el arquitecto alavés por excelencia. Formado en los mejores años de la escuela de Barcelona, trasladó a su oficio y desde sus primeros proyectos los grandes temas de esta escuela: un fantástico aprecio por el buen diseño, apreciable desde la propia expresión gráfica de sus dibujos y que significaba a menudo una autoexigencia que implicaba una capacidad de trabajo colosal; una constante querencia hacia la innovación (Roberto era consciente como pocos arquitectos que la industria de la construcción es precisamente eso: industria o, cuanto menos, diseño industrial); y una noción social en clave contemporánea: las necesidades de nuestro tiempo, en todos sus niveles y estratos, necesitan una solución contemporánea. De ello se desprende, por ejemplo, una forma generosa e inclusiva de plantear la vivienda social.

En Álava, territorio en el que vivía con cariño pese a ser esta una tierra pequeña y él una personalidad muy urbanita, proyectó una serie de edificios de extraordinaria calidad, en gran parte de su trayectoria firmados con quien fuera su socio, Miguel Ángel Campo.

En la rehabilitación del palacio de Montehermoso aportó al proyecto un edificio cercano: conectando subterráneamente el centro cultural con el depósito de aguas, en desuso por aquel entonces, y que es en la actualidad el mejor espacio de Gasteiz.

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O las rampas de la Almendra Medieval, una solución geométricamente bella, formalmente contundente y constructivamente ingeniosa, que entona con el entorno histórico, por contraste, maravillosamente bien.

No puedo olvidarme, por cuestiones cercanas que nos han mantenido recientemente entretenidos a ambos, el centro cívico de Nanclares. Una pieza abstracta que resuelve de forma brillante sus muy diversas funciones. Reconocido por la Bienal de Venencia, probablemente este sea el edificio de mayor carga intelectual. Es una pieza que aporta una multiplicidad de lecturas y que hace que la Arquitectura haga contacto con el Arte.

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Además de los edificios de índole más representativa, Roberto tenía un interés casi obsesivo por la cuestión de la vivienda, más todavía de la vivienda social. La reflexión constante acerca de nuevas formas de habitar es fácilmente reconocible tanto en su obra construida como en sus numerosos proyectos, igual de interesantes. Era, además, un tema recurrente de conversación, donde mostraba a menudo su admiración por cómo se desarrollaba la cuestión de la vivienda en otros territorios. O que demostraba explicando con sorpresa de arquitecto recién licenciado el trabajo de otros estudios de arquitectura, a los que seguía con admiración.

Permitídme que aporte una breve nota personal. Guardo un enorme recuerdo de tus últimos años, acompañado de tu enfermedad, pero resistente como nadie. Te gustaba salir de casa y muchos sábados nos reuníamos en mi oficina para hablar sobre arquitectura, sobre tus cosas o sobre las mías, sobre organizar actividades culturales o para abordar el mundo donde vivimos a través de una mirada crítica. Nuestras conversaciones se eternizaban y terminaban en la cerveza del bar cercano. Tu interés inextinguible por la cultura contemporánea traspasaba la propia disciplina de la arquitectura; tu atención por las vanguardias artísticas en todos sus ámbitos siempre ha sido de gran inspiración para mí. Siempre agradeceré tu buena opinión y tu impulso generoso ante proyectos personales a veces sostenidos con debilidad por mis propias dudas personales.

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Me despido con el cariño y la admiración que te mereces, y tomando a buen recaudo la lección perenne de alguien que fue trabajador, optimista y generoso.

Me has enseñado a mirar la arquitectura con un ojo que debe renovarse cada año. Si tengo que resumirte como arquitecto, digo esto.

Hasta siempre, Roberto.

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