Julen sale de casa como lo ha estado haciendo durante los últimos días, pasándose el confinamiento por el forro. Que eso es para puretas, viejos y demás tarados. Su adolescencia le da patente de corso. Nadie quiere tenerlo al lado, en casa, tirado en el sofá o metido en su leonera que huele a pies y testosterona que echa para atrás. A pesar de lo que pueda parecer, es un chaval majo y con valores. Valora mucho cuando su padre le da cincuenta euros o cuando su madre se lo lleva de compras y le sablea la visa.
Ha estado sorteando el confinamiento porque, para su fortuna, nadie repara en si está o no en casa. Así que mientras su madre teletrabaja y su viejo está en el despacho, él se larga al bosque de Armentia en cuanto dan las ocho y allí organiza el tiberio con los amigos, lejos de interferencias policiales.
Son quedadas donde la distancia social está poco valorada, a una edad en la que el roce social resulta mucho más interesante. Así, las mesas de los merenderos se petan con todos los miembros de la cuadrilla y se intercambian onomatopeyas, risas, sudor, saliva, botellas, virus y chuches. Los dos metros de separación no llegan apenas a medio palmo.
A las diez de la noche levantan el campamento y nuestro mocetón se va a matar el hambre a casa, después de atiborrarse de ganchitos. «¿Te habrás lavado las manos?» es la pregunta recurrente de una madre que ignora que a su chiquitín habría que frotarlo entero con gel hidroalcohólico para limpiarlo de los roces infinitos del choca esos cinco y de las palmadas tras cada ocurrencia o cada chiste.
Pero hoy las cosas han cambiado. Es un día especial. Hoy viene a cenar la abuela. Es su cumpleaños y la han sacado de la residencia para celebrar la efeméride, soplar las velas y desearle un año halagüeño. Julen quiere mucho a su cuadrilla. Y se quiere mucho más a sí mismo. Pero también abriga una ternura infinita para con su abuela. Fue el primer nieto y ella tiene una predilección por quien heredó el nombre de su difunto esposo, Julen, que en paz descanse.
Julen se arroja a los brazos de su abuela rompiendo el rígido protocolo que los demás mantienen, y todos sonríen con lo emotivo del momento ocultos tras las mascarillas. La cara de felicidad del chaval se mezcla con las lágrimas de Berta que lo recibe como el mejor regalo del día. Se intercambian besos y zalamerías. Y la abuela y el nieto, sin ellos saberlo, comparten amor, ilusiones y unos miles de pequeños virus que su chiquitín le acaba de pasar de manera inadvertida.
Claro que él es inmortal, omnipotente y asintomático. Y sobre todo inconsciente, que no hay peor enfermedad que la inconsistencia. Se la pela todo, hasta el covid19. Y sus neuronas, tan entretenidas con sus ocupaciones y cuitas personales, no le dan para atar cabos y relacionar su quedada vespertina con la pandemia y ésta con la mortalidad de los viejos.
Siguiendo el consejo de que hay amores que matan, este chaval tan bienintencionado y cariñoso acaba de remitir con franqueo concertado a su abuela a la UCI, por la puerta grande, sin que una sombra de preocupación nuble sus prioridades de primate: rascarse, chocarse, palmear, encimar a sus amigos y consolarse con la misma frecuencia.
En su descargo diremos que lo de la pobre abuela fue fulminante. Fue pasar de cumplir años a desfilar para reencontrarse con su difunto esposo. El funeral fue muy entrañable. Julen estuvo muy afectado durante todo el sepelio. Sus ojos arrasados de lágrimas siempre se mantuvieron mirando al suelo durante la austera ceremonia en el tanatorio antes de la cremación. Él pensaba que la quería mucho, pero lo cierto es que se quería más a sí mismo y nunca dedicó un pensamiento a barajar la responsabilidad de lo que allí se estaba soasando.
Luego, tras el acto, se montó en la bici y huyó hacia Armentia al abrigo de la manada. Allí contó sus penas a los amigos, se tomó unos tragos a morro de la botella común para aliviar la congoja, y despotricó contra un sistema y un gobierno incapaces de proteger a gente tan inocente y tan buena como su abuela. Y apesadumbrado no paró de quejarse de lo injusta que es la vida.
La estupidez es la más extraña de las enfermedades: el enfermo nunca sufre, lo que de verdad padecen son los demás
Observando su desconsuelo y las lágrimas de tristeza que corrieron por sus mejillas, a su amiga Silvia se le rompió el corazón. Y venciendo sus reticencias, permitió a Julen cosas que hasta aquel día le habían sido vedadas. Sólo un gorrión fue mudo testigo del consuelo con que Silvia acogió a Julen tras aquel tejo. Compartieron ansiedades, besos inacabables, roces premonitorios y la carga viral de su primer amor.
Silvia tiene un teckel que es un cielo y se llama Roco. Fue el único a quien pudo confesarle sus devaneos con Julen una vez de vuelta en casa. Refugiada en su habitación le contó al can aquel revolcón tras el tejo con Julen. El chucho la miraba con esa mirada inteligente como de estar entendiendo la historia que su dueña le estaba revelando de forma tan intensa y sentida.
Uno en cada mesa
Al parecer, la cadena de favores fue en esta ocasión desde Julen a Silvia y de ésta hacia Roco. El perrito, no pudiendo aguantar las confesiones de su dueña, encadenó un moquillo con una tos seca y acabó por perecer de una neumonía fulminante diagnosticada de covid19 por el veterinario.
Así, la abuela Berta y la mascota Roco perdieron la vida a manos de Julen y Silvia respectivamente. Y los dos sufrieron lo que no está escrito por esas dos pérdidas sin pararse a pensar que su amor estaba regando de virus el vecindario.
Como es sabido, la estupidez es la más extraña de las enfermedades: el enfermo nunca sufre, los que de verdad la padecen son los demás. Aunque, en honor a la verdad, la realidad nos ha enseñado que la inconsciencia y la insolidaridad no son patrimonio exclusivo de la adolescencia y que como los idiotas en las bodas, siempre toca uno en cada mesa.