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El bosque animado

se non é vero... ·

El hecho de ir embozados nos ha convertido en aprendices de salteador de caminos, émulos de Fendetestas

Domingo, 14 de junio 2020, 02:03

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El comportamiento humano que estos días se despliega ante nosotros puede resultar de lo más dispar y desconcertante. Un día nos deslumbra por su altruismo y su bondad, y otro nos quita la fe en el género humano al recordarnos nuestro instinto original de animales depredadores.

En estos tiempos de desescalada, observando con curiosidad algunas actitudes, parece como si un buen número de congéneres abandonaran la cueva en la que han estado hibernando para lanzarse al mundo con una voracidad digna de mejor causa. Y reconozco a muchos de los que ayer asomaban asustados tras los visillos, reconvertidos hoy en tipos de ademanes compulsivos y mirada torva.

El hecho de que debamos ir embozados, parapetados tras una mascarilla, ha convertido a muchos de nosotros en aprendices del oficio de salteador de caminos, torpes émulos de Fendetestas y su bosque animado. Igual que aquellos personajes de cómic que llevaban máscara para evitar ser reconocidos al perpetrar sus fechorías, aunque todos, salvo los agentes de policía, supiéramos quién era en realidad el atracador o el asesino.

Al cubrirnos la cara y mantener cierto grado de anonimato observo a menudo cómo nos vamos transformando de un modo paulatino. Y cuando anudamos los cordoncillos tras las orejas y nos pertrechamos de nuestra máscara, es como si accionáramos un resorte que provoca una metamorfosis instantánea. En ese momento algo sucede en nuestro interior que nos libera automáticamente de valores como la educación, el civismo o la amabilidad. Ocurre algo similar a cuando el alfeñique más pacífico y anodino, incapaz de matar una mosca, se sube a su vehículo y se convierte como por ensalmo en un 'atropellabuelas' que no deja de blasfemar e insultar a todo pichipata con que se cruza.

Taparnos la cara y dejar de dar los buenos días son hechos sucesivos en este nuevo protocolo del ciudadano embozado. Así, abroncamos a quien se atreve a entrar despistado en un local sin reparar en la cola y refunfuñamos ante el más mínimo inconveniente como si sufriéramos un tremendo dolor de muelas existencial.

Ayer, sin ir más lejos, sorprendí a un señor atracando la frutería como si tal cosa. No es que llevara una pistola y reclamara el dinero de la caja registradora, no, sino que robaba los tacos de guantes de plástico que se brindan a los clientes para mantener la asepsia al tocar la fruta. Mirando a hurtadillas, los introducía a puñados en los bolsillos de su gabardina con gesto nervioso como si le fuera la vida en ello.

Llevaría unos cien guantes distraídos, dos tacos de a cincuenta al menos, cuando su vista se cruzó con la mía y la vergüenza y la culpa asomaron a través de sus ojos. Le pregunté con un gesto para qué los quería y con un gesto desabrido me invitó a irme a tomar por el saco, cosa que hice para seguir con el periplo de mi compra. Quiero suponer que lo hacía para ahorrarse comprar guantes de látex, aunque me resultaba incomprensible robar aquella mierda de guantes diseñados contra la mano en vez de a su favor.

Me dieron ganas de hablar con la responsable, aunque lo pensé un segundo y me callé para evitar problemas. Que luego mi mujer me echa la bronca por no saber morderme la lengua y me reprocha mi tendencia a meterme en líos. Yo me preguntaba cómo puede haber alguien capaz de usar los guantes de supermercado en cualquier ámbito de la vida, cuando todo el mundo sabe que en el mismo momento en que te los pones te conviertes en alguien torpe y manazas incapaz de sostener nada entre los dedos.

No sé si les ha ocurrido a ustedes, pero a mí se me resbalan los yogures y las botellas. Con esos guantes del demonio me es imposible abrir las bolsas de plástico para meter la fruta, hasta el punto de que tengo que quitármelos si no quiero poner en peligro mi paciencia y la estabilidad de las estanterías. Por eso, no podía dejar de imaginar a aquel abuelo 'robaguantes' destrozando la vajilla de casa, tratando en vano de usar el taladro para colgar un cuadro poniendo en riesgo su integridad, o intentando colgar la ropa del tendedero, desquiciado al perder todas las pinzas por el camino embutidas sus manos en los malditos guantes de frutería. Sin duda, en el pecado llevaba la penitencia.

Pensando en él me pregunté si después de vivir este arresto domiciliario somos mejores personas. Si hemos aprendido algo. Porque observo estupefacto cómo, tras abandonar el encierro preventivo, adoptamos una actitud recelosa y nos mantenemos a la defensiva, permanentemente en guardia, como si aguardáramos un peligro incierto que no vemos. Y como el mal que nos aqueja es un virus invisible, a falta de un enemigo tangible y de nuestro tamaño, preferimos pegarnos con el prójimo como si culpabilizar al otro nos sirviera de alivio ante el miedo cerval que nos atenaza.

Preferimos sentir a pensar, intuir a razonar, sentenciar a concluir. Y corremos el riesgo de acabar viviendo en aguas estancadas de las que nadie acudirá a sacarnos si no espabilamos y sumamos. Tenemos que desarmarnos y superar la desconfianza que se ha instalado entre nosotros y que lleva camino de convertirse en una patología.

El piropo más hermoso que hallé hace tiempo para mi mujer fue decirle que cuando sonríe se ilumina el mundo. Y puedo asegurarles que no miento cuando se lo digo. Así que ahora que debemos de cubrir nuestro rostro, toca aprender a sonreír con nuestros ojos además de con nuestros labios para que el mundo no se apague.

Hay que superar la vergüenza de mirarse directamente a los ojos como si pensáramos que mirar es retar, cuando no se trata de un reto sino de una necesidad. Mientras cantábamos 'Resistiré' atravesábamos momentos en los que tocaba seguir viviendo y aguantar encerrados el embate del virus. Hoy, fuera ya de la trinchera, lo que toca es recobrar los afectos, sanar las heridas y sentir que salimos, no sé si más fuertes, pero sí mejores. Con ganas de celebrar y de festejar. Con ansia de reconocernos en la mirada del otro.

Alguien dijo que el ser humano no es el único animal que sabe con certeza que algún día va a morir, pero sí es el único que entierra a sus muertos y que practica ritos funerarios. Esta es la evidencia, pues, de que antes de ser monos gramáticos fuimos monos sepultureros. Pues bien, una vez sepultados y llorados nuestros difuntos, pasado el luto tras un tiempo aún necesario, hora será de hacer gramática de la reconstrucción, de la refundación o como se quiera llamar al reinicio de esta nueva aplicación que es la vida tras la pandemia. Que las mascarillas no nos priven de las sonrisas, ni los miedos de los afectos.

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