Durante estos dos últimos años he compartido sensaciones con Santa Teresa de Jesús, he interiorizado aquello de 'vivo sin vivir en mí, pues tan alta ... vida espero, que vivo porque no muero'. Lo cierto es que llevábamos una larga temporada ubicados en esa 'divina prisión' a la que aludía la santa. Dos añadas marcadas por las 'siete plagas de Egipto', como dice un amigo, en las que no han faltado virus asesinos, volcanes que arrojaban fuego, lluvias rojizas, temporales caribeños o polares, enfrentamientos políticos extremos, invasiones de Ucrania, retiradas del Sáhara y, sin tiempo de recuperarnos, una actuación en Vitoria de Leticia Sabater en la que, y esto es ya un delito de lesa humanidad, creo que cantó. Setecientos cincuenta días de desasosiego, con mascarilla hasta en el otorrino, sin consumir en barra, sin blusas y neskas, sin tamborrada de San Prudencio, sin sociedades gastronómicas, sin Santa Águeda, en algún momento sin ni siquiera poder camuflar un blanco de Rioja Alavesa en un vaso de café so pena de prisión permanente revisable. La presión ha sido tal que muchos hemos tenido que recuperar aquellos años de clandestinidad de nuestra adolescencia para, con nocturnidad y alevosía, degustar un furtivo tinto de año en el garaje de algún compañero de resistencia.
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Ciertamente, ahora que la última ola del dichoso ómicron parece darnos un respiro, la ciudadanía está recuperando su vida y son evidentes sus intentos por superar este maldito periodo. Hay marcadores económicos, de movilidad, de consumo, de fiestas o espectáculos que evidencian esta tendencia hacia la normalidad. De todos ellos, yo voy a mencionar uno que posiblemente haya pasado por alto a economistas y sociólogos, pero que se me antoja como un indicador de vital importancia para evidenciar que la sociedad vitoriana vuelve a recuperar su pulso. Me estoy refiriendo a un especimen, otrora habitual, del ecosistema gasteiztarra. No piensen en una tribu urbana, de aquellas que describiera el antropólogo Carles Feixa, no. No me refiero a raperos, hípsters, punks, heavies, mods, frikis, skaters, skinheads, pijos, góticos, chonis o borrokas. Para nada, yo he puesto el foco en un tipo de ejemplar, normalmente un macho adulto, frecuente en el biotopo hostelero de la ciudad, que suele salir al caer la tarde y, después de interaccionar con otros seres vivos, vuelve a su madriguera ya de noche. Sí, estoy hablando de él: el bajador de basura.
Con la nueva normalidad, he constatado, no sin júbilo, que los bajadores de basura (reconozco que yo también ingresé en su día en este selecto club) vuelven a bajar las bolsas, a depositarlas en sus correspondientes contenedores y… tomar después un vinito de año (el zurito es también válido) en algún bar, tasca, bodega o cafetín, como diría el experto Eduardo Valle, en el que comentar los apuros del Glorioso o debatir acaloradamente sobre si Putin es un hijo de Putin o no. El colmo de mi satisfacción llega cuando alguno de estos grupos de bajadores de basura, ya después de haber abrevado un tanto, entonan alguna canción, con la que alegran los aledaños del bar. Lo mismo se arrancan con 'La canción de las loinas' de Donnay, que se atreven con 'Un hombre despechado' de Ricky López o con 'La paloma' de Sebastián Iradier. ¡Que su arte da para todo!
Sí señores, la alegría de nuestros bajadores de basura (cada vez es más frecuente ver también a bajadoras) que de nuevo se hacen sentir. Y lo de estos txikiteros no falla, es como la prueba del algodón, certidumbre de que nuestra ciudad está recuperando sus latidos, su corazón, sus emociones, su vida. Yo ya me he apuntado a la tamborrada con mi cuadrilla. Algunos le llaman, remilgados, nueva normalidad.
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