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Asfalto y lava

Se non è vero ·

Domingo, 26 de septiembre 2021, 03:47

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Como dijo el poeta, sabido es que las cosas más hermosas de la vida… no son cosas. Por eso no acabo de entender que vivamos instalados en el afán de acumular cachivaches y enseres a nuestro alrededor, afanados en retener en el desván los momentos vividos. Envidio a quienes afrontan la existencia ligeros de equipaje, como postulaba Machado, casi desnudos como los hijos de la mar; a aquellos que son capaces de liar el petate y desfilar, mochila en ristre, haciendo camino al andar.

Con frecuencia la vida nos da lecciones para reparar la amnesia en la que anida esta sociedad actual que tanto valora las cosas y su propiedad. Y ocurre que una inesperada erupción volcánica nos recuerda de qué material están hechos los sueños y lo etéreas que resultan nuestras más preciadas posesiones. Al parecer, los bienes inmuebles no son tan inmóviles cuando deben sostenerse frente a una colada de lava de doce metros de altura. Aunque no debiera hacer falta la mediación de un volcán para digerir una verdad tan evidente.

En Euskadi hemos vivido catástrofes aéreas, inundaciones crueles que han arrasado con vidas y haciendas en un abrir y cerrar de ojos. La diferencia con el desastre volcánico de la erupción palmera estriba en la calma, en el paso cansino con que todo se desarrolla. La crueldad mayor de estos días reside en que la destrucción avanza a cámara lenta, sin prisa, tomándose su tiempo, como si la desgracia se regodeara en el dolor y entretuviera sus pasos para aumentar la angustia de quien lo padece.

Esta semana me desperté empapado tras una pesadilla inoportuna que me tuvo febril toda la noche. Por la mañana había leído el periódico y junto a las noticias de la erupción volcánica palmera figuraban las protestas de quienes se quejaban amargamente del asfaltado del entorno del paseo de la Zumaquera y del hecho de que fuera a estar intransitable durante esta semana que ahora termina. Parecía haber una reacción más furibunda aquí por causa del asfaltado de una calle que allí por una erupción volcánica y en las páginas del diario competían asfalto y lava, Vitoria y La Palma, como si ambas desgracias fueran comparables.

Nadie hablaba de las bondades de la evidente mejora urbana, y todos se quejaban amargamente de que les iba a costar un triunfo desplazarse por la zona y de los múltiples inconvenientes que el cierre puntual de una arteria principal del sur de la ciudad acarrearía. A tenor de las respuestas críticas pareciera que se acababa el mundo en la ciudad donde, a pesar de todo, nunca pasa nada.

Por momentos llegué a pensar que se quejaban más los vitorianos de su suerte por el reasfaltado y las molestias derivadas de las obras que los vecinos de Todoque que estaban viendo cómo les reasfaltaban el pueblo definitivamente. Con la diferencia de que allí en la Isla Bonita las obras no las hacía el Ayuntamiento y la contrata municipal, sino el volcán Cumbre Vieja; y de que lo que allí se asfaltaban no eran las carreteras sino el paisaje mismo a golpe de flujo volcánico.

Pues bien, algo debió de cruzarse en mi cabeza con tanto lío y se confundieron en mis sueños la lava con el asfalto y Vitoria con La Palma. En resumidas cuentas, apenas cerré los ojos, los hilos del guion de una pesadilla comenzaron a enhebrarse en mi sesera.

Recuerdo que la historia se iniciaba con el derribo de la Cruz de Olárizu. El famoso comando de la rotaflex, que ya intentara infructuosamente desbaratar el Pan de Azúcar vitoriano, acababa por demoler la cruz definitivamente a la segunda intentona, pertrechados de un material en mejores condiciones que en la ocasión anterior.

Sin haberse repuesto la ciudad del susto-atentado, y con la cruz yaciente depositada a los pies de la colina, un seísmo despertaba a los ciudadanos del sur de Vitoria al levantar el alba. Y como impelida por un reflejo espontáneo, del lugar en que se erigía la Cruz de Olárizu comenzaba a emerger un río de lava que se iba extendiendo ladera abajo arrumbando con todo lo que encontraba a su paso.

La Casa de la Dehesa de Olárizu pasaba a mejor vida a las primeras de cambio. Por fortuna ningún funcionario anidaba en su interior a tan tempranas horas. Y no contenta con engullir el inmueble, la lengua de lava prosiguió su camino como si se hubiera zampado una croqueta.

Sin prisa pero sin pausa enfiló hacia el paseo de la Zumaquera y Salvatierrabide, cerradas al tráfico por obras de reasfaltado. Y como si el Departamento de Movilidad hubiera dictado las instrucciones, el magma incandescente arrasó ambas calles llevándose por delante asfalto, maquinaria y toda la industria por allí desplegada. Continuó la procesión de azufre y destrucción por toda la traza del BEI, circunvalando la ciudad y surfeando el bulevar Sur y el Anillo Verde.

De ciudad sostenible y Green Capital nos convertimos en un abrir y cerrar de ojos en una ciudad combustible. La ministra de Turismo aparecía en los telediarios anunciando que este desastre no era tal y que miles de turistas se pegarían por venir a ver semejante maravilla de la naturaleza. Y que cambiar 'green' en los carteles por 'black' no generaría gastos excesivos en el rediseño estratégico de la ciudad. «Y todo serán bendiciones y oportunidades frente a aquellos que sólo ven amenazas», decía pinturera la mozuela.

La hostelería, eso sí, tendría que ponerse las pilas y rediseñar su gastronomía verde, dejando a un lado las verduras de Victofer para tirar por una línea gastronómica más similar a la del Tulipán de Oro, ofreciendo morcillas y chorizo tiznado con gusto a lava, torreznos al volcán o huevos del Sagartoki con aromas basálticos e innovaciones literario-culinarias similares.

La pesadilla finalizó con un respingo cuando la lava se dirigía hacia la Casa Consistorial, defendida por un perímetro de agentes dispuestos a morir en el empeño de proteger la plaza de España y salvar a sus ediles allí atrincherados. Cuando el magma acariciaba las botas de los agentes di un salto en la cama y volví en mí, sudado hasta la médula como estaba.

Y me dije que el asfaltado de Zumaquera tampoco era para tanto. Y que las quejas están bien, pero tampoco hay que dramatizar. Y que, bien mirado, nuestros pesares resultan livianos y que debemos aprender a relativizar nuestras cuitas. No vaya a ocurrir que, de tanta queja, acabe la naturaleza por hallar el modo de darnos un merecido escarmiento. Y, como decía mi madre esgrimiendo su zapatilla en la mano para zanjar los rifirrafes: «Ahora vais a llorar con razón».

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