Dice mi amigo Eugenio que me estoy haciendo mayor. Y que últimamente, con esto de la pandemia, me he puesto demasiado serio en mis homilías de los domingos. Como ese cura misacantano que llega nuevo al pueblo y para hacerse con los parroquianos los acojona desde el púlpito repasando el apocalipsis y echando mano de las anécdotas más truculentas del Evangelio para tener a los feligreses encogidos y poder pastorearlos convenientemente.
Publicidad
La verdad es que tiene razón y cada día que me siento a escribir trato de buscar alguna anécdota que despeje mi mente del impacto del coronavirus. Y me digo que no voy a escribir una línea más de la pandemia cuando un vistazo al periódico me sacude y devuelve mi atención a la peste viral en la que aún hozaremos durante un buen puñado de meses.
Hoy quería hablarles de que a los monos les encantan los pepinillos pero las uvas les gustan más aún, y de cómo reaccionan a los experimentos de los científicos. Pero tuve que aparcarlo para mejor ocasión ante las noticias de los nuevos brotes de infección a lo largo y ancho del vasto planeta y más concretamente de nuestras calles y plazas.
Esta vez, la noticia que me devolvió a los infiernos de la pandemia fue la de los bebés infectados. Leí apesadumbrado que Osakidetza alertaba de que varios bebés se habían contagiado al participar en reuniones familiares. La presencia de los niños en las celebraciones y cónclaves es pasiva, obviamente, y cualquier pariente bienintencionado les muestra su amor gratuito sacándoles del carrito, propinándoles un achuchón y llenándoles de perdigones y de migas la cara, sin reparar en el botellón en el que estuvieron unos anoche o en la quedada en la que participaron otros en el último jueves sin pintxopote. Y es que hay amores que matan.
Cuando escuché el informe de contagios de niños reparé en lo parecido que es el sonajero de un crío al hisopo con que el sacerdote te da la última bendición para que vayas duchado de agua bendita hacia la luz. «-Ve hacia la luz, hijo. Ve hacia la luz». Y pensé en los adultos que infectan a sus propios niños por desidia o por pura inconsciencia. Y me dije que siempre hay gente que se levanta de la cama con el conocimiento justo para pasar el día.
Publicidad
Ayer me sorprendí con una trifulca entre un septuagenario y una cuadrilla de chavales que hacían un rondo con un balón en la zona peatonal de los pintores, en el barrio vitoriano de San Martín. El abuelo iba con un perro viejito, de estos que andan despacito como tanteando el suelo a cada paso, y aquellos gañanes no estaban dispuestos a interrumpir su chufla por un carcamal. Hasta tal punto que un balonazo se estrelló contra el pobre can haciéndole trastabillarse entre las risas de la manada.
El viejo se agachó con gran esfuerzo y cogió al perro en sus brazos, se volvió hacia los muchachos y sin alzar la voz un punto más de lo necesario les dijo en un alarde de ecuanimidad: «Tendrá que venir una epidemia que sólo afecte a chavales de vuestra edad para que aprendáis a respetar a vuestros mayores, gañanes, más que gañanes». En aquel mismo segundo, fue como si el mundo se hubiera paralizado y el silencio se hubiera hecho sólido. El abuelo siguió su camino con el perro, pero los chavales fueron desapareciendo cariacontecidos y avergonzados como si de repente hubieran aprendido una lección en la calle que sus padres habían sido incapaces de enseñarles en casa.
Publicidad
El circo
Menos mal que para pasar el mal trago de la pandemia, por fin tenemos el fútbol. Que no es lo mismo morirse mientras la familia ve un documental de la 2, que cascar mientras la casa se llena de gritos de ánimo y juramentos viendo a veintidós tíos en calzoncillos corriendo como alma que lleva el diablo. Así, adormecidos por el espectáculo, fingimos que la vida es como esos piscinazos en el área en los que te llevas el penalti porque has engañado al VAR. Y creemos que a la Parca le podemos hacer el mismo engaño y se la podemos jugar para obtener réditos y prórrogas que no nos hemos sabido ganar.
La vida resultaría anodina sin estos placeres tan mundanos como el fútbol o las series. Imaginen por un rato que vuelven a prohibir los partidos, digamos que por un año. Habría suicidios en masa. ¿De qué coño hablaríamos con la mujer si el día fuera un tiempo muerto? ¿A qué dedicaríamos el tiempo libre que nos dejaría el vacío futbolero si no tuviéramos el carrusel deportivo para abstraernos de las cuitas diarias y poder adormecernos plácidamente a salvo de la intemperie?
Publicidad
He de reconocer que echo de menos la acción y el riesgo que lleva consigo, antes que esta castración a que nos lleva nuestra condición de homo televidente. No sé a quién escuché que el jabalí es un cerdo que defiende sus jamones, y me pareció una definición colosal que explica bien lo que quiero contar. A tal punto defiende sus jamones que si te descuidas te abre en canal si te cruzas en su camino y te alcanza con un lance de sus colmillos. Porque si el cerdo doméstico es la versión rosa del asunto, implume y desnudo como un moderno homo erectus metrosexual, en cambio, el puerco salvaje hace gala de encarar la existencia mirando de frente la vida, correoso y pendenciero como Viggo Mortensen descabezando orcos.
Fueron los ecos de ese lado salvaje y 'jabaliniano' los que me ayudaron a pasar por todas y cada una de las fases del primer confinamiento, que otras más llegarán vistos los rebrotes y las fiestas que se organizan los de Salvatierra.
Publicidad
La 'nueva' normalidad es como el 'nuevo' Ariel. Lo mismo que el detergente de siempre pero con unas bolitas de colores que le ponen pensando que los consumidores son gilipollas y creen de verdad que esas bolitas persiguen la suciedad como un perro perdiguero hostiga a la liebre hasta alcanzarla y cobrarla.
Así, a la nueva normalidad le han puesto los abalorios de colores del fútbol para tenernos entretenidos y no pensar si no fuera éste el momento de alumbrar nuevas formas de construir la convivencia y el progreso más a la medida del ser humano y no al revés como hasta la fecha.
Noticia Patrocinada
Hace no tanto, si tenías las orejas de soplillo, perfectas para sostener el lápiz, sólo podías dedicarte a la contabilidad o a la carpintería. La genética marcaba tu futuro de un modo determinante. Hoy sabemos que la determinación y el tesón son pertrechos imprescindibles para romper esas inercias e inventar nuestro futuro.
-Toc, toc ¿hay alguien ahí?
Accede todo un mes por solo 0,99€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión