Guetización escolar: entre la ética y la estética
El antropólogo y profesor Jesús Prieto Mendaza, autor del libro ‘Paseando por el gueto’, analiza el fenómeno de la guetización escolar
Jesús Prieto Mendaza
Miércoles, 9 de marzo 2016, 22:54
Ese colegio se ha llenado de negros, moros, sudacas, rumanos y chinos. Yo quiero que mis hijos estudien con los de aquí, que aprendan nuestra ... cultura ese centro es un gueto». Esta frase se escucha cada vez con más frecuencia. Nuestros conciudadanos categorizan de forma negativa a esos centros escolares en los que existe una alta proporción de alumnado de origen extranjero. Pero obvian un factor determinante, que su profundo etnocentrismo les impide ver, y es que en una abrumadora mayoría de casos esa alta concentración de alumnado de origen extranjero no se produce por la invasión de foráneos sino por el abandono masivo de autóctonos, y este efecto huida no se puede explicar sin destapar las vergüenzas de una sociedad que no duda en ayudar a los pobres del Tercer Mundo pero que tiene menos consideración, y más recelos, a la hora de mezclarse con los que viven con nosotros, aquí, en ese espacio conocido como el cuarto mundo. También hay otra cuestión habitualmente ocultada, y es que en esos centros aludidos existen ejemplares historias de solidaridad y también prácticas docentes que no pueden ser injustamente desdeñadas.
Se ha presentado recientemente una Plataforma por la Escuela Pública, que con un doble objetivo, por un lado de denuncia de la supuesta situación de guetización de numerosos centros y por otro de ofrecer ideas para solventar la misma, ha publicitado una especie de decálogo a tener en cuenta por el Departamento de Educación de Gobierno vasco. En él se plantean cuestiones que creo, sinceramente, pueden y deben ser tenidas en cuenta por los responsables de la Administración educativa. Así hablar de que la red concertada debiera abrirse a la solidaridad social y por lo tanto también a un mayor compromiso con respecto al alumnado de origen extranjero (sin caer en generalizaciones injustas, pues algunos centros ya lo hacen) se me antoja una petición justa y deseable. También creo que lo es aludir a la necesidad de cambiar los baremos por renta en el periodo de matriculación, evitando una escuela pública tan sólo para los sectores más excluidos socialmente y evitando así que la clase media se vea derivada hacia los centros concertados. Podría añadir otras cuestiones que comparto como pueden ser aumentar el profesorado de apoyo, generar proyectos de altas expectativas en las escuelas para recuperar alumnado autóctono (lo que se conoce como escuelas imán), terminar con el alto porcentaje de interinidad del profesorado del sistema público, los reajustes en la comisión de escolarización o la laicidad del sistema educativo financiado con fondos públicos (lo que no debiera significar expulsar el hecho religioso o el estudio de las religiones del sistema educativo). Pero tras leer el manifiesto observo algunas otras reflexiones que me generan inquietud y chocan frontalmente con mi concepto de educación intercultural, el mismo que defienden en Europa personalidades de la talla de Sami Naïr.
Así cuando se pone el énfasis en hablar de «alta concentración de alumnado inmigrante» se puede estar contribuyendo al reforzamiento de ese discurso social que asocia migrantes (y va siendo hora ya de no hablar de muchos de estos alumnos/as nacidos en el País Vasco como de inmigrados) con problema, bajo rendimiento o conflictividad. Cuando hablamos de repartir a este tipo de alumnado, de forma implícita se transmite una imagen inferiorizada y problematizada del mismo. Siempre se desea repartir lo que genera problemas, lo que es negativo, lo no deseado. Pero las aportaciones de conocidos pedagogos como Francesc Carbonell, Ignasi Vila, Ramón Flecha, Mariano Fdz. Engita o Xavier Besalú me han obligado y nos obligan a repensar nuestra visión y a confrontarla con la realidad compleja de las familias migrantes, de sus distintos procesos de acogida e inserción, de la configuración de los barrios en los que se inserta un colegio o instituto y de los múltiples factores socio-económico-urbanísticos en juego.
Otro de los puntos se refiere a la necesidad de suprimir los modelos lingüísticos. Puedo estar de acuerdo, pero me asombra ver entre los firmantes del manifiesto a organizaciones que se opusieron rotundamente a este paso en base a la pérdida que acarrearía para el euskera. La supresión de modelos lingüísticos no debiera suponer la implantación uniformizadora del modelo D sino la libertad de cada colegio o ikastola para implantar su modelo lingüístico de centro, que ha de tener en cuenta no sólo la lengua de la escuela (euskera) sino también la lengua de socialización y por lo tanto el contexto sociolingüístico y cultural del territorio en el que se enclava (en numerosos lugares, el castellano). Creer que por que un centro abandone el modelo A y pase a ser modelo D va a dejar de ser un gueto es o bien una ingenuidad, que simplifica un problema muy complejo, o una política que podría tener más elementos de asimilación que de aceptación intercultural. Como nos recuerda Dolores Juliano, este discurso etnocentrista, en el que subyace una autoglorificación del nosotros, reivindica a los otros desde la conmiseración y podría ser considerado como una forma de racismo, que yo acostumbro a categorizar como racismo discreto. Miremos a nuestro alrededor y encontraremos en nosotros mismos a los primeros constructores de guetos.
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