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Cavendish se agarra la cabeza tras vencer en el sprint de Chateauroux. :: EFE
El odio a Greipel acelera a Cavendish
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El odio a Greipel acelera a Cavendish

El británico gana en Chateauroux, tras una etapa tensa y previa a la montaña donde se retira Wiggins por caída

J. GÓMEZ PEÑA ENVIADO ESPECIAL

Sábado, 9 de julio 2011, 04:45

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Hay etapas que te dan pistas. Susurran en la salida el nombre del ganador. A ver. Si parte junto al circuito de las '24 horas de Le Mans' y la bicicleta de Mark Cavendish ha sido construida en colaboración con la firma automovilística McLaren... Primera pista. La segunda: si la meta está en Chateauroux y fue allí, en 2008, donde Cavendish logró su primera victoria en el Tour... Y una pista más, ya con el sprint en marcha: si a Cavedish, tran frágil y emotivo como orgulloso, no hay nada que le motive más que derrotar a sus enemigos, y ayer, a 150 metros de la meta, ve atacar a Greipel, el alemán al que tanto detesta... Pues está claro. La velocidad de Le Mans, la historia ciclista de Chateauroux y unas gotas de odio a Greipel, dan como resultado la decimoséptima victoria de Cavendish en el Tour. Palabras mayores. Sólo un racimo de mitos le supera: Merckx (34 triunfos), Hinault (28), Leducq (25), Darrigade y Armstrong (22), Frantz (20) y Faber (19). Ya les sigue la pista.

A la espera de la montaña de hoy, la de ayer fue otra etapa de dorsales apretados. Eléctrica pese a pedalear junto a ríos lentos donde se baña el reflejo de tantos castillos. Al lado de jardines de geometría verde. Un mundo para la calma... Menos cuando pasa el Tour. «Han llegado todos con los huevos aquí», dijo Samuel Sánchez agarrándose el cuello con una mano. De corbata. Alguno ni llegó: Boonen no pudo más con el dolor que arrastraba desde el miércoles. Y a Wiggins se le acabó el Tour a 38 kilómetros de la meta. Otra caída coral. Ovillo de bicicletas, juramentos y daño. Crack. La clavícula izquierda de Wiggins, candidato al podio, se quebró. El hueso más débil del ciclista. Aunque caro en este caso.

A Wiggins le pagan un millón de euros al año por ser alguien en el Tour. Lo que cuesta un hueso. Nadie vale nada cuando hay caídas o abanicos: Horner entró el último, a doce minutos, con la nariz rota. A su compañero en el RadioShack Leipheimer le apartaron un abanico y un pinchazo: perdió tres minutos, igual que Intxausti, al que esperaba una ambulancia para ir al hospital y comprobar que tiene una fractura en la cabeza del radio. El Tour es una matanza.

Larga fuga

Pero nadie quiere que la gran carrera le pase de largo. Por eso se fugaron enseguida Pablo Urtasun (Euskaltel-Euskadi), Meersman, Delage y Talabardon. «Hay que intentarlo», declaró el navarro. Que les vea el Tour. Los vio durante más de 200 kilómetros. La Grande Boucle es un infierno bien equipado. Tiene de todo para la tortura. Ayer, sacó del estuche una bocanada de viento lateral y favorable. El peor. El de la locura. El paisaje, plácido y domesticado por la agricultura, se convirtió en una trinchera. Tras la caída que descabalgó a Wiggins, en un recta de diez kilómetros, sonó la palabra maldita: abanico. Esto es, miedo, codazos, angustia. El HTC, el equipo de Cavendish, se echó a la izquierda. El aire pegaba de la derecha. El equipo anglosajón dejó el hueco justo para la hilera inclinada de sus 9 corredores. Al resto, que les den... los vientos.

Noval y Tossatto protegían a Contador. Rubén Pérez y Egoi Martínez, a Samuel. Cancellara, a los Schleck. Hincapie, a Evans. Barredo, a Gesink. Gilbert, a Van den Broeck. Zubeldia, a Kloden... Estaban todos. Y de etiqueta. Con corbata. Con los huevos... «Aquí», como dijo Samuel. Sin bajas entre los favoritos, el terror se terminó al entrar en Chateauroux. El HTC cogió el volante de la etapa que había salido de Le Mans. Cavendish vigilaba, cabeza gacha, sobre su bicicleta 'McLaren'. «Mark necesita tener enemigos, sentirse perseguido», cuenta su director, Alan Peiper. «Le motiva la hostilidad». Y en eso, por la derecha vio atacar a Greipel, su ex compañero y enemigo para siempre. El alemán que hace ya bastante, en la Estrella de Besseges de 2007, le había llamado «bastardo egoísta» por no respetar los galones. Insolente Cavendish. El germano le insultó en público por haberle traicionado en aquel sprint. Casi llegan a las manos.

Un año después, en el Giro 2008, Greipel lo dejó claro: «Yo soy el número uno del equipo». A Cavendish le ordenaron obedecer. Y dijo: «Que me siga si es capaz». Greipel no lo fue. Ese día ganó Furlan, Cavendish terminó segundo y a Greipel ni se le vio. Estaba claro. El equipo eligió al británico y al alemán le puso un calendario alternativo.

Ni así se apagó el odio. Cuando Greipel ganaba cinco etapas seguidas en el Down Under, Cavendish, ácido, declaraba: «Ya, pero hay que ver quién ha sido segundo». Le rebajaba. Greipel era mejor sobre la bicicleta estática: alcanzaba más vatios en las pruebas de potencia. Cavendish le superaba en audacia. Esta temporada corren ya en distintos equipos. Ayer, Greipel quiso cambiar el pronóstico. Eso activó al peor Cavendish. Al mejor esprinter del mundo. Con 16 años, cuando trabajaba de aprendiz en un banco, se puso como reto batir el récord de transacciones de su oficina. Lo hizo. Como ayer. Hoy, la montaña de Superbesse dará pistas sobre el Tour.

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