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El valle de Boí. :: VICENS GIMÉNEZ
El misterio del pantocrátor de Taüll
CULTURA

El misterio del pantocrátor de Taüll

La novela 'El legado del Valle' bucea en los enigmas del Valle de Boí, espectacular por su arte románico y cuyos primeros pobladores fueron vascos

MÓNICA BERGÓS

Miércoles, 25 de mayo 2011, 11:07

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A Jordi Badia hacía años que un misterioso interrogante le quitaba el sueño. Observando detenidamente la famosa pintura románica del Pantocrátor de la iglesia de Sant Climent de Taüll (Lérida) había detectado que uno de sus fragmentos había sido «eliminado de manera deliberada por la mano del hombre». «¿Por qué fue borrada esa imagen? ¿Qué se quería ocultar con esa mutilación?», se preguntaba.

Para dar respuesta a éstas y otras incógnitas decidió lanzarse a una exhaustiva investigación, cuyos hallazgos han quedado plasmados en una novela escrita a cuatro manos con Luisjo Gómez, amigo y viejo compañero de colegio. 'El Legado del Valle' (RBA), presentado hoy en Bilbao, es la primera novela de estos barceloneses. Thriller histórico-conspirativo que comparte similitudes en su trama con 'El Código da Vinci' de Dan Brown, relata la historia de Arnau Miró, un joven que investiga la inesperada muerte de su tía en su casa en el Valle de Boí.

Pero el principal protagonista de la novela, según reconocen sus autores, no es Arnau, sino el paisaje en el que está ambientada la historia. El libro invita a recorrer los rincones de este bello enclave, y a viajar a la Edad Media, una época en la que esta geografía del pirineo leridano estaba «plagada de templarios» y en la que el arte «no era un mero objeto decorativo, sino un instrumento para comunicar a las generaciones venideras aquellas verdades que Roma quería ocultar», explican sus autores.

No es fácil acceder al valle. Para llegar se necesita atravesar una serpenteante carretera entre montañas escarpadas en las que se han construido 14 túneles. En la Edad Media ese acceso era infinitamente más intrincado. Donde hoy yace el embalse de Les Escales, corría un río de aguas torrenciales. Era necesario recorrer un angosto cañón de 170 metros de altura para llegar a la primera población de la zona, el Pont de Suert.

Etimología euskerika

Este pueblo fue bautizado por vascos, los primeros pobladores del valle. Suert proviene de Zubi Iri, 'puente' en euskera, con lo que en realidad el nombre encierra una redundancia etimológica, ya que Pont de Suert significaría 'El puente del puente'. «Mucha gente se piensa que Suert proviene de suerte, y se van allí a comprar lotería, pero se equivocan», comenta con sorna Luisjo Gómez.

La huella de los pobladores vascos también quedó impresa en nombres de otros núcleos de población de la zona como Irgo, Iguerri, Tor o Gotarta. Este último término proviene de 'goturtu', que en euskera significa 'hacerse fuerte', 'desarrollarse', y pudo dar nombre a un centro de reclutamiento, según asegura Gómez. «Pudo ser un campamento base, donde las tropas se entrenaban para luego ir destinadas a diferentes construcciones militares de la región».

Y es que el valle, cuyos escasos 800 habitantes viven hoy del turismo y la ganadería, fue en la Edad Media un «baluarte militar inexpugnable». Por su orografía, el territorio sólo tenía dos puertas de acceso lo que permitió establecer un ingenioso sistema de defensa. Sus pobladores trazaron a través de faros una red de comunicaciones que «a modo de zigzag entre las montañas» permitía que, en pocos minutos, los pueblos más elevados del valle supieran de «cualquier incursión hostil con un margen de alerta de más de cinco horas, desde que el primer pueblo lanzara la señal de alerta», relata Badia.

Este férreo sistema de defensa explicaría en buena parte que en el enclave el arte floreciera por doquier. Era un «lugar seguro» en una época muy complicada en la Península, situada justo entre tres territorios en conflicto, el Reino de Navarra, el Reino de Francia y el Califato de Córdoba, una especie de «isla entre montañas». En este 'santuario' convivieron en «paz y concordia» vascos, francos, catalanes, aragoneses, católicos, agnósticos, cristianos gnósticos y hasta musulmanes durante más de tres siglos, tiempo suficiente para que la zona «progresara y culturalmente fuera avanzando en comparación con el resto de territorios colindantes».

El recorrido atraviesa silenciosos pueblos de primorosas casas empedradas: Barruera, Duro, Far o Boí, este último con una importancia destacada en la trama de la novela: aquí se encuentra la casa de la tía de Arnau Miró, que el protagonista hereda tras la muerte de su familiar, y que esconde un objeto que «puede hacer cambiar la Historia de Occidente». El punto final de la ruta es Taüll, cuyo nombre proviene del término 'atalaya': el lugar más alto del valle. El pueblo más protegido, donde se escondían sus tesoros más valiosos.

Es en esta aldea donde se encuentra la iglesia de Sant Climent de Taüll y una copia de su enigmático Pantocrátor, cuyo original puede visitarse en el Museo Nacional de Arte de Catalunya en Barcelona. Jordi Badia investigó obsesivamente ese fragmento de la obra que fue eliminado por la mano del hombre y, aunque sin poder llegar a demostrarlo científicamente, se aventuró a lanzar una explicación para esa censura: contenía imágenes heréticas, contrarias al canon romano, que miembros de la Iglesia se afanaron en tapar siglos más tarde para que los fieles no conocieran que habían existido otras visiones del cristianismo. Interpretaciones que podrían haber mostrado, por ejemplo una vertiente más humana de los apóstoles, con descendencia, que posibilitarían replantear el celibato dentro de la Iglesia.

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