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Biografías maquilladas
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Biografías maquilladas

JOSÉ MARÍA ROMERA:: MARTIN OLMOS

Domingo, 14 de noviembre 2010, 03:58

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Mario Vargas Llosa abre su último libro ('El sueño del celta') con un pensamiento de José Enrique Rodó: «Cada uno de nosotros -escribió el poeta modernista en el ensayo 'Los motivos de Proteo'- es, sucesivamente, no uno, sino muchos. Y estas personalidades sucesivas, que emergen las unas de las otras, suelen ofrecer entre sí los más raros y asombrosos contrastes». Apenas existen biografías lineales, es cierto. El solo hecho de crecer y madurar ya implica una metamorfosis forzosa, un cambio de rostros que al cabo del tiempo ha llenado de matices la trayectoria vital de la persona. Desde las vidas erráticas y zigzagueantes hasta las más monótonas y repetitivas, todos variamos en algo. Pero en ese encadenamiento de yos sucesivos no solo hay unos retratos que nos favorecen y otros que nos ridiculizan, sino que de vez en cuando la mirada retrospectiva hace trampas e introduce en el juego otras cartas con imágenes hechas a la medida de nuestra conveniencia.

La sinceridad no suele acompañar al género de la autobiografía. Incluso las obras de memorias más descarnadas en las que el autor dice confesarse a corazón abierto ocultan a menudo una concienzuda operación de cosmética destinada a dulcificar episodios desfavorables. Si hasta George W. Bush se declara poco menos que pacifista al construir el relato de la invasión de Irak en 'Decision Points', ¿qué no tendremos derecho a hacer los simples mortales con esos pequeños tropiezos que nos siguen sonrojando transcurrido el tiempo? Nos merecemos la indulgencia del olvido para los pecadillos de juventud y para los errores involuntarios de la madurez. Si a todos se les exigiera una ejecutoria vital impecable sólo unos pocos casos extraordinarios de vidas coherentes y virtuosas conseguirían pasar la criba.

El problema aparece cuando lo considerado ejemplar en una época deja de serlo en la siguiente. Raras veces el individuo contemporáneo puede ofrecer una carta de presentación válida a lo largo de toda la vida o en distintos ámbitos de relación al mismo tiempo. Lo saben bien esos jóvenes aspirantes a empleo que ya están habituados a manejar dos o tres versiones distintas de su currículum vitae. Mientras para optar a determinados puestos de trabajo exhiben sus dos o tres titulaciones universitarias, ante otros saben que esa ostentación de méritos sería contraproducente y prefieren quedarse en el bachillerato.

No sólo ocurre en los ámbitos laborales. Los cambios vertiginosos de paradigmas estéticos, morales y de costumbres lanzan continuos desafíos al espejo ante el que cada mañana ensayamos la mueca y la máscara adecuadas para el nuevo día. Sabemos que es preciso renovarse para no quedar excluidos en la despiadada competencia por el éxito, pero también para ofrecer un perfil aceptable que encaje en cada situación. La mayoría de la gente ha ido escribiendo sobre el palimpsesto de su piel la descripción de diferentes personajes que se desmienten unos a otros según el dictado del tiempo. Antiguamente las paredes de la casa estaban decoradas con los retratos de unos momentos cargados de sentido -el viaje de estudios, la graduación, la boda- que conservaban su dignidad por encima de los vaivenes del gusto. Ahora, por el contrario, predomina la resistencia a mostrar a los otros las fotografías risibles de lo que fuimos en la infancia, en la adolescencia, incluso dos o tres años atrás.

El culto de la memoria histórica no alcanza a la memoria individual. El sujeto de hoy demanda con toda justicia una narración oficial del pasado que se atenga a la verdad con pelos y señales, pero al mismo tiempo esgrime el derecho inalienable de maquillar su biografía con los afeites de la ficción. Hace pocos años, un estudio sobre los británicos nacidos en el 'baby boom' reveló que la mayoría se inventaba un pasado hippie inexistente de sexo, drogas y rock and roll. Si todos quienes en algún momento han fabulado sobre sus andanzas parisinas en mayo del 68 dijeran la verdad, las costuras de la capital de Francia habrían reventado por no poder contener semejante avalancha humana. Parece ser que ahora las preferencias en uno y otro caso se han invertido y el empeño dominante es el de ocultar a los nietos que uno fue consumidor de marihuana y mostrar un pasado de joven apolítico aficionado al fútbol y al estudio.

Cómo no sentir cierta ternura ante esas revelaciones que nos descubren facetas desconocidas de personas a las que teníamos conceptuadas de otra manera. Si en tiempos no lejanos asistimos al fantástico espectáculo de transformismo protagonizado por franquistas reconvertidos en demócratas de toda la vida, nada tiene de particular que ahora otros anden retocando el álbum de fotos para hacerse acreedores de medallas en la fiesta del fin del terrorismo. Aunque para eso, ay, a veces yerren el tiro por exceso de confianza, de verborrea o de fatuidad. Hay que ser indulgentes. Al fin y al cabo, todos necesitamos recurrir a ciertos mecanismos de defensa contra el juicio del tiempo.

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