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Los equipos de rescate llevaban los restos a una campa, donde eran recogidos por helicópteros. :: EL CORREO
Cicatrices invisibles
GENERAL

Cicatrices invisibles

Aún perduran los efectos de una catástrofe que cambió la vida de las familias de las víctimas y de quienes participaron en el rescate

L. LÓPEZ

Domingo, 14 de febrero 2010, 04:02

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Muchos montañeros aún se persignan cuando caminan por el Oiz. Después de un cuarto de siglo, el lugar donde perdieron la vida 148 personas ha adquirido casi la categoría de lugar sagrado, de enorme camposanto donde no hacen falta lápidas. Pero donde reside con más fuerza la tragedia es en la memoria de quienes se vieron sacudidos por ella. Aquellos días dejaron cicatrices invisibles; sobre todo, en las familias de las víctimas mortales del accidente. Pero también en los que tuvieron contacto directo con el olor a combustible y las visiones apocalípticas. Unos y otros comparten sus recuerdos.

Isabel Espinosa Bombero

«He pasado 15 años sin montar en avión»

A Isabel no querían dejarla entrar en el gimnasio del cuartel de Garellano, hoy sede de los Bomberos y la Policía Municipal de Bilbao. Dentro, los restos de los cadáveres se esparcían en filas con olor a formol. «Había dos policías a la puerta y me acabaron reconociendo que no podía pasar porque era chica. Habían tenido problemas con mujeres que se habían desmayado». Pero ella insistió. «Sólo quería hacer mi trabajo». Su trabajo era habilitar el local para hacer posible el trabajo de los forenses. Sobre todo, colocar focos. Parte de sus compañeros del cuerpo de bomberos fueron al monte Oiz. Ella y otros se quedaron en Bilbao para ayudar en las labores de identificación. «Por la tarde empezaron a llegar trozos de cuerpos», recuerda. «Había que encajarlos, como si fueran puzles».

«Me acuerdo, sobre todo, de las caras de los compañeros». Se miraban unos a otros y apenas podían comer. «Nos pilló de nuevos. Todos éramos unos 'yogurines'. Yo tenía 27 años y hacía sólo uno que había entrado en el cuerpo». No se desmayó ni tuvo problemas para cumplir con su labor entre aquella devastación. El problema llegó luego.

«Me pasé quince años sin montar en un avión. Me daba pánico». Entonces, no había psicólogos que ayudasen a los equipos de emergencias a asimilar situaciones catastróficas. «Nos abrazábamos, hablábamos, nos dábamos apoyo. Puro compañerismo. Sin más. Todo el mundo pensaba que por el hecho de ser bombero uno podía aguantarlo todo. Pero no». Durante muchos años, no pudo evitar que imágenes terribles volviesen a su cabeza.

Hoy, Isabel es responsable de formación de Protección Civil y Bomberos. También es psicóloga y coordinadora de intervención del Colegio de Psicólogos. Después de cada actuación, los profesionales se reúnen, hablan, «se explica lo que cada uno ha hecho, lo que ha sentido, y eso sirve muchísimo. Hace 25 años nos hubiese venido muy bien».

Mayte Gordo Viuda de uno de los pasajeros

«Las víctimas hemos estado desamparadas»

El 19 de febrero de 1985, el ingeniero Juan Antonio Alcalde salió temprano de su casa en Madrid para volar a Bilbao, como hacía todos los martes y jueves. Ese día, su mujer, Mayte Gordo, salió a la calle por primera vez, tras dar a luz a su segundo hijo. «Oí que había habido un accidente de avión en Bilbao y volví a casa corriendo. Me crucé con conocidos que me miraban con cara de espanto. Ellos ya sabían lo que había pasado».

Mayte se quedó viuda con 29 años y dos hijos, una niña de dos años y un bebé de un mes. Su padre y su hermano viajaron a Bilbao para identificar el cuerpo: tardaron dos semanas en dar con los restos de su marido. «Hace poco me he enterado de que supieron que era él por la mano, en la que llevaba el anillo de casado». Mayte conserva esa alianza y un reloj que, semanas después, encontró en unas siniestras oficinas de Iberia donde se acumulaban los restos que iban encontrando. «Había de todo: desde una mano ortopédica a trozos de gafas, carteras... Fui tres veces ya no pude ir más. Era demasiado duro».

Además de la tristeza, otro sentimiento predomina en Mayte, común, dice, a las demás víctimas: el desamparo. «Sólo recibí un telegrama de pésame de las autoridades. Nadie vino a mi casa a preocuparse por nosotros, no tuve apoyo psicológico, nadie me explicó oficialmente lo que pasó... Iberia nos calló la boca con siete millones de pesetas y ahí acabó todo».

Mayte tuvo que sacar adelante a sus dos hijos que, obviamente, no guardan recuerdos de su padre. «Tuve ofertas de entrevistas, bien pagadas, pero no entré en ese juego. Sólo buscaban morbo». Las tremendas imágenes retratadas entonces por los fotógrafos dieron pie a numerosos reportajes: revistas como Interviú agotaron sus tiradas mostrando, a toda página y en color, el espanto del Oiz en toda su crudeza.

Juan Antonio Usparitza y Nicolás Beltrán DYA

«Hubo una falta total de coordinación»

Todos dicen lo mismo. Quienes estuvieron aquel día en el monte Oiz recuerdan la niebla, el olor a combustible y los cadáveres destrozados. Pero, sobre todo, el silencio. Nadie pedía ayuda. «La llegada allí fue impactante». Nicolás Beltrán era, y sigue siendo, miembro de la DYA. Cuando se repuso del primer azote que le propinó aquella visión apocalíptica comenzó a hacer «lo único que se podía hacer: ayudar a recoger restos». El término 'restos' lo engloba todo: cuerpos, miembros, carteras, anillos, maletas... «Lo llevábamos todo a un terreno allí al lado. Luego, lo recogían los helicópteros y lo llevaban a Garellano».

«Era un espectáculo dantesco», resume Juan Antonio Usparitza. El presidente de DYA también estuvo allí. «Cuando nos avisaron no había datos ni del número de personas que viajaban en el avión ni de las lesiones que podían tener». Esos primeros momentos estuvieron dominados por la «desorientación y la falta total de coordinación». De hecho, él, que fue uno de los primeros alertados, tardó más de dos horas en llegar al lugar del accidente. «Nos dijeron que el avión estaba en el pico, y allí fuimos». Pero no había nada. Sólo una niebla que lo engullía todo. «Luego nos dijeron que estaba más abajo, en la falda nordeste. Así que el doctor Eguiarte y yo tuvimos que caminar monte abajo». Tardaron más de una hora en localizar el lugar para, al llegar, darse cuenta de que no había nada que un médico pudiese hacer.

Participar en aquella operación pasó factura a todos. «Yo tenía 25 años», recuerda Beltrán, «y llevé aquellas imágenes en la cabeza durante una buena temporada. Durante varios días me costaba dormir: empezaba a darle vueltas a la cabeza...». Pero el tiempo todo lo diluye. Y más cuando se le ayuda. «Hace muchísimo tiempo que no pensaba en el Oiz. Mejor así, no acordarse de nada. Prefiero olvidar».

Eduardo Portuondo Hijo de una víctima

«Mi vida sería totalmente diferente»

Eduardo aún no había cumplido cuatro años cuando perdió a su padre. Él era José Ángel Portuondo, pionero de la fecundación in vitro en Euskadi, padre de una técnica que entonces era poco más que ciencia ficción. El médico vasco tenía 42 años cuando el monte Oiz acabó con su vida. «No tengo nin gún recuerdo de aquello», reconoce su hijo. «Sé que la causa del accidente fue una antena de televisión, que luego hubo problemas con Iberia... Fue un 19 de febrero. Y poco más. Mis primeros recuerdos son en Madrid».

Es otra manera de ser víctima. Eduardo es el mediano de tres hermanos que apenas pudieron conocer a su padre durante esos primeros años de vida que pasaron en Bilbao. Tras el siniestro, la viuda, de Madrid, regresó con sus hijos a la capital y allí están desde entonces. «Aquí estaba su familia, sus amigos... De Bilbao era mi padre».

El accidente cambió el destino de todos ellos. «Si no hubiese ocurrido mi vida hoy sería totalmente distinta; hubiese vivido en Bilbao, me dedicaría a otras cosas, mi novia sería bilbaína...». En casa de Eduardo nunca se ha hablado mucho de aquella fatalidad. Es una de esas heridas que no van a mejorar por mucho manipularlas. Pero la curiosidad es indomable. «Alguna vez he mirado en internet, a ver que había pasado allí».

El hijo de José Ángel Portuondo tiene hoy 28 años y es farmacéutico. Sigue viviendo en Madrid, aunque mantiene relación con un origen bilbaíno que ya no recuerda. «En Bilbao vive mi tío, mis primos. Hace unos años fui a un homenaje que le hicieron a mi padre».

José Antonio Fernández Cagigas Técnico de Emergencias

«Todavía hay agentes con secuelas del Oiz»

José Antonio Fernández Cagigas acaba de regresar de Haití, donde ha participado en la misión de ayuda de la Ertzaintza en un país devastado por un terremoto. Nada que ver con la tragedia del Oiz, donde no tuvo la oportunidad de ayudar a los vivos, más allá de los familiares que llegaban desolados a Bilbao con la única esperanza de recuperar los cuerpos de sus seres queridos. «No tengo el recuerdo de haber asistido a escenas cruentas de dolor entre los familiares. Se trataba más bien de poder pasar página cuanto antes. Entonces era distinto que ahora: por un lado, no había apoyo psicólógico pero, por otro, la gente tenía más asumido que si volabas en avión, podías morir. Eran las reglas del juego».

Como todas las personas que estuvieron aquel día en el monte, Cagigas mantiene indelebles las imágenes del horror, el silencio mortal y el olor. «Ese mismo olor, una mezcla de queroseno, nafta, tierra, carne quemada... lo he percibido en otros accidentes de avión. Siempre es el mismo». Unos duros recuerdos que forman parte de su ya pesada mochila emocional, llena de imágenes trágicas: la explosión del colegio de Ortuella, las inundaciones de Bilbao, el camping de Biescas... y, por supuesto, el Oiz. Gajes del oficio. «Aquello fue tan duro que hay compañeros que han arrastrado problemas desde entonces. Algunos, hasta que se han puesto en manos de psicólogos, no han sabido que todo venía de lo que vivieron allí, en aquel monte».

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