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Vista general de la ciudad de Granada.
Granada a sorbos
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Granada a sorbos

La Alhambra es un monumento al agua, presente en todas sus estancias. Nadie entendió mejor este regalo que los hombres llegados del desierto

TEXTO Y FOTOS: SERGIO GARCÍA

Jueves, 7 de noviembre 2013, 11:58

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Un proverbio persa dice: Vende tu inteligencia, compra perplejidad. Es posible que su autor no conociera la Alhambra, que la ciudad ni siquiera existiera cuando verbalizó ese pensamiento. Pero es innegable que un sentimiento muy parecido asalta a los que, una vez subida la empinada Cuesta de Gomérez, cruzan por primera vez la Puerta de las Granadas que da entrada a ese paraíso en la Tierra que es el baluarte nazarí. Reunir todas sus maravillas en una crónica de viajes es, pura y llanamente imposible, como lo es también resumir el hechizo que ha provocado en escritores y músicos a lo largo de los siglos, desde Washington Irving y Federico García Lorca hasta Manuel de Falla o Andrés Segovia.

El recinto -mitad palacio, mitad fortaleza- es el lugar evocador por excelencia, un joyero que causa admiración dentro y fuera de nuestras fronteras; junto al Museo del Prado y la Sagrada Familia, la tarjeta de presentación por excelencia de España en el extranjero. Sólo este monumento recibe tres millones de visitas al año, a razón de 8.000 personas al día. Su arquitectura, su historia y el emplazamiento privilegiado son la organza que acompaña este cofre de arabescos labrados en mampostería de yeso, de jardines fragantes y fuentes que transmiten calma y recogimiento. Y es aquí donde quería ir a parar; cada uno tiene sus preferencias, y la de quien suscribe fue siempre el milagro del agua en la Alhambra. Porque no deja de ser paradójico que en este país quienes más tenían que enseñar sobre tan preciado recurso hayan sido las gentes llegadas del desierto.

El agua, presente en todas las estancias, fue la obsesión de los nazaríes como lo había sido de quienes les precedieron. El legado árabe se había extendido por toda la Península a lo largo de ocho siglos, en forma de aljibes, acequias, canales, norias, albercas, puentes... De hecho, la parte más antigua de la Alhambra es el Canal Real, que capta el abastecimiento a unos 7 kilómetros de distancia, al que siguieron la alcazaba y la muralla. Mucha gente ignora que el Generalife -junto a la Alhambra y el barrio del Albayzín, Patrimonio de la Humanidad- es posterior a la época musulmana, ya que entonces la colina sobre la que se levanta estaba cubierta de huertas y no fue hasta que los Reyes Católicos entregaron el terreno al marqués de Mondéjar que aquella zona empezó a adquirir el aspecto actual. Aquí buscaba refugio la familia real cuando quería alejarse de las obligaciones de la Corte y de las conspiradores. El pabellón que ocupaban era una especie de edificio ecológico donde el empleo inteligente del agua y las corrientes de aire permitía disfrutar de una temperatura varios grados inferior a la del cercano palacio. El suministro alimentaba también los baños, que juegan un papel importante en la sociedad musulmana por los ritos de purificación vinculados al Corán.

Pero estaba llamada a cambiar de manos. Cuando, después de ser ocupada por los Reyes Católicos, Felipe II dispuso trasladar la Corte a El Escorial, el recinto empezó un suave declive que alcanzó su punto álgido en la primera mitad del siglo XIX, al que llegó hecha una ruina y habitada por mendigos y bandoleros. Fue, sin embargo, el movimiento romántico quien se encargó de ponerla de nuevo en valor y desde entonces las restauraciones se han sucedido sin prisa pero sin pausa. El complejo -2.200 metros de perímetro, punteado por treinta baluartes- es una caja de sorpresas. Comenzando por patios como Los Arrayanes o el de los Leones -este restaurado hace poco más de un año-, que obran sobre los turistas el efecto de un imán; o la sala de los Abencerrajes, de una riqueza ornamental que recuerda al interior de una colmena. Ninguna relación puede estar completa sin el Mexuar, el recinto donde el rey atendía los asuntos administrativos y judiciales; o los Baños Reales, en cuya sala de exudación entran la luz a chorros por los agujeros abiertos en el techo; por no hablar de la Puerta del Vino o la Torre de la Cautiva, donde la filigrana provoca exclamaciones de asombro. Claro que también hay una Alhambra que no es mora, sino de inspiración renacentista, como ocurre con el pabellón de Carlos V, o el Peinador de su esposa, la reina Isabel de Portugal. O incluso el Parador Nacional, levantado sobre un antiguo palacio nazarí y que fue también convento de San Francisco.

Pero si la Alhambra es inabarcable, con más motivo lo es la ciudad. Dale limosna mujer, que no hay en el mundo pena como la de ser ciego en Granada, recuerdan los versos de Francisco de Icaza en los Jardines de los Adarves, junto al mirador de la Torres Bermejas. Al pie de las colinas se extiende una ciudad que vive del ocio. Monasterios, museos, palacios, iglesias... deportes de invierno, como se encarga de recordar la mole de Sierra Nevada que se levanta a su espalda y crea un microclima único en Andalucía.

La hostelería es otro de los filones a los que Granada fía la salud de sus arcas, no en vano es famosa por sus teterías y barras de tapas, templo del morcón y el salmorejo, de la carne en salsa y los adobes, de la tortilla del Sacromonte. Un lugar donde comer a un precio razonable, condición ésta muy apreciada por la comunidad universitaria, que reúne aquí a más de 5.000 almas. Entre los lugares con más predicamento destacan El Arenal, en la calle Virgen del Monte, o El Riachuelo, en Gonzalo Gallas. También está El rincón de Michael Landon, un local de estética ochentera donde nuestro compañero de EL CORREO David López recomendaba hace meses una ración de 'chicas de oro', que es como llaman por esos pagos a las patatas fritas. Vivir para ver.

Claro que una vez en el centro, y satisfechas las cuestiones de primera necesidad, se impone una visita a la catedral de cinco naves levantada sobre una antigua mezquita, obra cumbre del Renacimiento cuyo mérito recae sobre Diego de Siloé. Ladrillo y piedra dan forma a la Alcaicería, antigua Mercado de la Seda, que se extiende a sus puertas y a las de la Capilla Real, panteón familiar de los Reyes Católicos y de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, que no se concluyó hasta tiempos de Carlos V. Las tumbas esculpidas en mármol de Carrara y la verja que separa el altar y el presbiterio de la zona reservada al público son lo más apreciado del conjunto.

Nadie con un mínimo de tiempo libre debería tampoco dejar pasar la oportunidad de internarse por las callejas del Albayzín, repleto de reminiscencias morunas, fachadas de blanco deslumbrante, y balcones y patios engalanados con geranios. El destino habitual suele ser el Mirador de San Nicolás, al que se puede llegar también en autobús desde la Plaza Nueva o la Gran Vía si la caminata que llevamos acumulada hace flaquear nuestro interés. La recompensa está a la altura del sacrificio: el lugar ofrece la mejor panorámica de la Alhambra, aunque uno tenga que abrirse paso entre legiones de turistas advertidos por los touroperadores. Un consejo, mejor ir de noche, cuando la iluminación vuelve de oro las paredes por las que Boabdil lloró de amargura. Un lamento que flota en el aire, como los ecos de un tablao flamenco.

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