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El convento de los Hospitalarios Antonianos.
El fantasmagórico albergue del Camino de Santiago
entre burgos y palencia

El fantasmagórico albergue del Camino de Santiago

Las ruinas de un monasterio medieval acogen el hospedaje más genuino de la milenaria ruta jacobea: Ni luz, ni agua caliente. Cama, vino y desayuno, gratis

JOSÉ ANTONIO GUERRERO

Jueves, 27 de junio 2013, 15:58

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Dicen los que conocen todas las piedras del Camino, que éstas que se levantan sobre la misma ruta jacobea, a tres kilómetros de Castrojeriz (Burgos), están sembradas de misterio. Hay peregrinos que hablan de una estampa sobrecogedora cuando al doblar la última curva se tropiezan con el imponente esqueleto de un monasterio medieval. El encontronazo, por inesperado, impacta. Y si se produce al anochecer, muy lejos de la más cercana luz artificial y bajo esa infinita luciérnaga que es el cielo castellano, la contemplación resulta emocionante, transporta al caminante a siglos pretéritos y pone a hervir la imaginación. ¿Por dónde asomará Guillermo de Baskerville? ¿Qué habría escrito entre estos vestigios Ken Follet?

Son las ruinas góticas del viejo convento de los Hospitalarios Antonianos, los monjes que desde el siglo XII y hasta la desaparición de la Orden a finales del XVIII, dedicaron su vida a auxiliar y sanar a los fieles que dirigían sus pasos hacia Santiago de Compostela. Desde entonces, los peregrinos han encontrado refugio en este recio monasterio burgalés. En aquellos remotos tiempos los clérigos proporcionaban a los exhaustos penitentes pan y agua, y curaban sus heridas, sobre todo el llamado fuego de San Antón, un mal muy común entre los caminantes que se producía por comer pan de centeno infectado por el hongo del cornezuelo. Aquel fuego podía llegar a gangrenar las extremidades y generaba en los enfermos alucinaciones y convulsiones propias de lo que, en el argot popular, se conoció como el baile de San Vito.

La Orden de los Antonianos desapareció en 1789 y los últimos frailes abandonaron el convento dos años más tarde, cuando fue clausurado por Carlos III, llevándose sus túnicas oscuras y sus enigmas, y dejando allí un extraño ramillete de cruces de San Antonio (la Tau) esculpidas en muros, capiteles y arcos, y en ese rosetón que, como un inquietante ojo de piedra, escudriña a todo el que osa atravesar sus pórticos. Con la desamortización de Mendizábal, en el siglo XIX, el convento pasó a manos privadas. Y ahí sigue majestuoso pero vulnerable, sin que jamás las administraciones se hayan interesado por recuperarlo, y con la amenaza latente de que, en un futuro, siga los pasos del tan traído y llevado claustro de Palamós.

Al calor del albergue

Casi mil años después de los antonianos, este lugar ancestral sigue manteniendo el loable principio de acoger a los peregrinos más humildes y ofrecerles cama y comida gratis. El prior que ha recogido el testigo es Ovidio Campo, un viejo conocido del Camino (lo ha hecho quince veces) y una de esas personas que lleva muy dentro el espíritu cristiano que impregna la aventura jacobea: dar sin esperar nada a cambio. Ovidio, burgalés de 50 años, se tropezó por primera vez con las ruinas de San Antón en 1989 durante su primera peregrinación a Santiago. Fíjate que a pesar de ser yo de Burgos, no conocía este sitio. Cuando lo vi, me impresionó tanto que supe que algún día tendría que hacer algo aquí. Por aquella época, el convento no resplandecía como lo hace ahora. Se encontraba en una propiedad privada y su dueño almacenaba montones de chatarra y de aperos agrícolas junto a unas ruinas de alto valor histórico-artístico, por las que, evidentemente, no sentía la más mínima consideración. Pasaron unos cuantos años hasta que en 2001 Ovidio pudo localizar al propietario y acabar con aquella lacerante situación. Logró convencerle de que le alquilara el recinto bajo el compromiso de un planteamiento altruista, el mismo que hoy le sigue guiando. Lo alquiló por 35 años y junto a su mujer y la ayuda de algunos buenos amigos se deslomó limpiando y desescombrando el lugar, hasta adecentarlo y poder abrir allí el que seguramente es el albergue más austero y con más duende del Camino.

Campo puso dinero de su bolsillo en ese afán por mantener viva la tradicional hospitalidad que brindaban los antonianos a todo peregrino que llegase a su casa, aunque nunca a más de doce, pues doce eran los camastros que podían ofrecer los curas. Con más ilusión que billetes, Campo se entregó a aquella tarea: habilitó un cobertizo, cubrió con un tejado tres habitáculos para convertirlos en dormitorios, instaló un lavabo y una ducha (de agua fría, eso sí), se trajo mesas, sillas, algún sofá y una cocina de butano (allí no hay electricidad), aprovechó el hueco de las antiguas hornacinas como despensa y botiquín, y dispuso seis literas para doce plazas. Doce, como los antonianos. Y por fin, en el verano de 2002 inauguró el albergue. Estamos de junio a septiembre, a veces incluso desde mayo, depende un poco del tiempo. Este año, con el frío y las lluvias, y con todo el trabajo que tengo (el hospitalero acaba de abrir un hotel de peregrinos en Castrojeriz) no me ha dado tiempo a prepararlo todo, así que lo hemos dejado para el próximo fin de semana.

Que no falte el vino

Ovidio no ha recibido subvenciones ni ayudas públicas. Todo lo que hay allí lo ha puesto de su bolsillo o de las aportaciones de voluntarios. Los peregrinos que pernoctan no pagan nada. Pueden dejar, eso sí, un donativo en una hucha. Aquí vienen los más tirados del Camino, los que no pueden permitirse nada. Y también está el peregrino de verdad, el que lo que quiere, es esto. Todos reciben una buena cena (un generoso plato de pasta con carne picada), macedonia de frutas de postre, pan y vino. Nunca falta el vino, al menos hay media botella para cada dos personas. En torno a unos vasos de vino se genera un ambiente especial, la conversación fluye, la gente se abre, se comparten vivencias, afloran los sentimientos más humanos No, aquí, y dentro de un orden, con el vino no se escatima. El desayuno es igual de abundante: leche, café, tostadas, galletas, magdalenas y hasta croissants. Cuando los peregrinos prosiguen su marcha y Ovidio abre la hucha, se ha encontrado con sorpresas: una carta llena de gratitud, muchas emociones en forma de palabras, unos humildes céntimos y a veces billetes de 50 euros.

El albergue cierra sus puertas a las diez de la noche, a esas horas, a la luz de las velas, mientras la naturaleza duerme en la solitaria llanura de este rincón de Castilla y las estrellas brillan con fuerza en el firmamento, el tiempo se para y este fascinante paisaje de ruinas parece recobrar en silencio la vida eterna.

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