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La voz de Florence Foster parecía una obra maestra de la fealdad.
Curiosa artista

La peor cantante de la historia

La obra de teatro ‘Souvenir’ recuerda este martes en el Teatro Campos a Florence Foster Jenkins y sus atentados musicales

CARLOS BENITO

Martes, 27 de marzo 2012, 03:48

En los conciertos de Florence Foster Jenkins, el público solía tener arranques de entusiasmo, en los que rompía a aplaudir y a gritar bravos como si estuviese escuchando gloria bendita. Pero lo que salía de la boca de la cantante era un engendro, una aberración, una especie de maullido molesto que nunca acertaba la nota correcta: Florence, vestida de tul y con un bonito par de alas prendidas a la espalda, cantaba por ejemplo el aria de la Reina de la Noche de La Flauta Mágica, de Mozart, y en su voz parecía una obra maestra de la fealdad. Los espectadores, ay, se entregaban a esas ovaciones locas porque el estrépito les permitía soltar por fin la risa que se habían estado aguantando.

Florence Foster Jenkins, cuya figura se recuerda en la obra Souvenir, es una aspirante muy sólida al título de peor cantante de la historia. O, por lo menos, se trata seguramente del caso más tremendo de desfase entre las dotes de una intérprete y la idea que tenía de sí misma. Florence nació en Estados Unidos en 1868, hija de banquero, y ese dato de la profesión paterna no resulta indiferente en su anómala carrera artística: en la adolescencia, cuando la niña quiso ir a Europa a estudiar música, el señor Foster se negó en redondo, pero años más tarde Florence aprovecharía la cuantiosa herencia para ubicarse en la alta sociedad de Nueva York y en su panorama cultural. Fundó el Verdi Club, se dedicó a organizar veladas benéficas y acabó proponiéndose como protagonista de esas soirées, a las que asistían amigos como Cole Porter (dicen que se apretaba el pie con el bastón para reprimir la carcajada) o Enrico Caruso.

«Era un monstruo de vanidad y egoísmo, pero no estaba loca», ha escrito Gregor Benko, coleccionista de su material. Su momento de mayor gloria fue tardío. A los 76 años, abarrotó el Carnegie Hall, uno de los templos de la música en Estados Unidos, y dejó a otras 2.000 personas con las ganas de comprar una entrada. ¿Qué diablos buscaba ese público, qué rara pulsión les llevaba a acudir a la reventa para presenciar una actuación de la disparatada Florence? Quizá simplemente querían reírse de la millonaria desafinada, o tal vez eran pioneros de lo que décadas después se llamaría cultura basura, o incluso cabe la posibilidad de que el cándido entusiasmo de Florence (nadie negó nunca su pasión) se contagiase de algún modo a los oyentes. Resulta casi obligatorio reproducir la frase que le dedicó en su obituario el crítico Robert Bagar: «Era extremadamente feliz en su trabajo. Es una lástima que tan pocos artistas lo sean». El caso es que, 68 años después de su muerte, todavía pueden conseguirse sus grabaciones, reeditadas una y otra vez para asombro de generaciones.

Hay otro protagonista en esta historia, y también en la obra teatral: Cosme McMoon era su pianista de confianza, el músico de origen mexicano que se acomodaba a la imprevisible deriva melódica y rítmica de la soprano. Y no solo eso. Florence solía acabar los recitales con su canción favorita, Clavelitos, mientras lanzaba rosas al público. Los espectadores, maliciosos, pedían que la repitiese a modo de bis, y el bueno de Cosme tenía que encargarse de ir recogiendo las flores para que Florence, siempre teatral, volviese a utilizarlas y provocase un nuevo delirio entre su devota audiencia.

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