La decepción de Mateu
Tenía muchas esperanzas puestas en el árbitro valenciano, me pareció el abanderado de una revolución necesaria, que no interrumpía el juego de forma innecesaria, pero el domingo en el Bernabéu mostró el peor defecto de un colegiado: el doble rasero
JON AGIRIANO
Viernes, 27 de enero 2012, 08:05
Tengo que reconocer que estaba advertido. Un amigo me dijo hace tiempo que él había dejado de fiarse de Mateu Lahoz, que no le parecía trigo limpio y, lejos de considerarlo la gran esperanza blanca del arbitraje español, comenzaba a verlo como un peligroso verso libre, como un tipo encantado de construir su personaje exagerando su diferencia con los demás.
"Ese cualquier día saca tarjetas verdes", me soltó.
No le hice caso, claro está. Es más, estoy por asegurar no lo recuerdo con exactitud que en aquella conversación defendí al árbitro valenciano y volví a mostrar mi confianza en él. Ya se sabe que, hablando de fútbol, todos tendemos a ponernos sentenciosos y campanudos como senadores romanos. Así se explica que, cuando luego uno se da cuenta de que ha estado equivocado, dar el brazo a torcer se convierta en una compleja maniobra para la que se requieren más condiciones que para el alunizaje del Apolo XI. Pues bien, el domingo, tras el partido en el Santiago Bernabéu, me tocó reconocer mi error.
"Tenías razón. Es un impostor".
Estaba afectado por la derrota del Athletic y es probable que el calificativo se me desmandara un poco. Pero han pasado los días y mi decepción con Mateu Lahoz sigue siendo igual de profunda. Ello se debe, sin duda, a que tenía muchas esperanzas puestas en él. Desde que hace un par de años más o menos comenzó a significarse por su peculiar manera de dirigir el juego, me pareció el abanderado de una revolución necesaria. Uno estaba cansado de tantos y tantos árbitros que convertían los partidos en auténticos conciertos de silbato, de tanto trencilla tiquismiquis que veía faltas por todos lados, de tanto señor de negro inflexible y radical que utilizaba el reglamento como el mulá Omar el Corán. Estoy convencido de que la afición al engaño del jugador español se debe a la abundancia de este tipo de colegiados de gatillo fácil para quienes la fluidez del juego no es de su incumbencia. No se sienten parte del espectáculo, tan solo sus fiscales. Pitan y pitan. Lo pitan todo. Son los supertacañones del partido, inflexibles y pesados con el pito como un niño con una turuta en Nochevieja.
Dentro de ese paisaje, Mateu Lahoz representaba una ventana abierta con vistas a Inglaterra, a un fútbol fuerte y noble donde los árbitros se han ganado históricamente un respeto por parte de los aficionados. Y no porque sean mejores, porque sepan mejor el reglamento, estén más preparados o dirijan el juego desde más de cerca que sus colegas españoles. No. La diferencia no es esa. La diferencia es que en Inglaterra, aparte de existir una cultura del fair play que pone en la picota a los tramposos y a los quejicas, los árbitros, salvo excepciones, nunca han sido vistos como un impedimento para el juego.
El colegiado valenciano hizo algunos arbitrajes magníficos, recibió los elogios de Mourinho y comenzó a hacerse popular por su peculiar estilo. Los jugadores le bautizaron como Siga, siga . Y yo le he seguido desde entonces. En algunos partidos, es verdad, me pareció que el personaje comenzaba a devorarle un poco, que encantado de ser distinto a veces se olvidaba de algo esencial: que tan injusto es el árbitro que pita una falta que no es como el que deja de pitar la que es. En ocasiones, es verdad, daba la impresión de que dejaba impunes algunas patadas flagrantes, lo que resultaba un peligro ya que más de un sicario podía interpretar que, con Mateu Lahoz en el campo, la veda de caza estaba siempre abierta. Pero me parecía que sus errores eran por una buena causa y, en general, tenía en mí un partidario.
Lo perdió para siempre el domingo. Ese día, con su arbitraje en el Bernabéu, Mateu Lahoz demostró tener el que yo al menos considero el peor defecto de un árbitro: un doble rasero, un doble rasero conformado, además, del modo más inmoral y cobarde, el que le lleva a uno a beneficiar al rico y a perjudicar al pobre, a sostener al fuerte y pisotear al débil. Suele ser lo habitual. De lo contrario, de un Robin Hood protector de los clubes humildes y enemigo de los poderosos, no tengo constancia.
Aunque fueron bastantes las jugadas en las que mostró un caserismo casposo, hay dos que me parecen definitivas para el nuevo retrato que ya me he hecho de él. La primera es el penalti de Iturraspe. Uno acepta que lo fue, pero siempre y cuando se acepte que también lo fue el que sufrió Pablo Infante en Cornellá. No hay una sola razón para poder aplicar dos criterios distintos a esas jugadas. Como tampoco lo hay en la segunda que quería recordar. Me refiero al penalti y expulsión de De Marcos. Dicen que dijo Mateu que, si no concedió el gol de Benzema con el que terminó esa jugada, fue porque ya había pitado la pena máxima y no podía dar una ley de la ventaja que permitiera al jugador del Athletic continuar en el campo. Supongamos que está en lo cierto. No me sé esa parte del reglamento y, como solía decir Francisco Umbral, no me voy a levantar ahora de la silla para consultarlo. Lo acepto. O mejor dicho: lo acepto si Mateu Lahoz explica el motivo por el cual, en el partido entre la Real Sociedad y el Barça en Anoeta, cuando Busquets desvió con la mano al larguero un balón que ya se colaba y Griezmman marcó en el rechace, él dio validez al gol en lugar de haber pitado penalti y expulsado al mediocentro del Barça.