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IMANOL VILLA
Domingo, 4 de octubre 2009, 05:09
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Miedo. Eso fue lo que sintieron muchos españoles y una buena parte de la clase política cuando la coalición de derechas -CEDA-, liderada por Gil Robles, se hizo con la victoria tras las elecciones legislativas de noviembre de 1933. Y es que para las fuerzas progresistas la llegada al poder de los conservadores no sólo iba a suponer un freno a las políticas sociales, sino que amenazaba seriamente la propia supervivencia de la República. De hecho, no eran pocos los líderes socialistas que opinaban que lo único que buscaba la derecha no era más que la instauración de un régimen de corte fascista al estilo de lo que ya ocurría en Centroeuropa. Ante semejante panorama, ya desde la primavera de 1934, determinados dirigentes del PSOE se plantearon seriamente tomar el poder por la fuerza. Tampoco las formaciones nacionalistas, principalmente vascas y catalanas, vieron con buenos ojos el relevo electoral. Para el PNV, el cambio significaba un frenazo a sus aspiraciones autonomistas.
Una calma tensa dominó la vida política durante la primera mitad de 1934, tiempo en el que el Partido Republicano Radical se encargó del gobierno, primero con Lerroux al frente y luego con Samper. La excitación se mantuvo en unos niveles aceptables a pesar de que el Ejecutivo hizo méritos para granjearse enemigos donde antes no los había. Así ocurrió con el nacionalismo vasco al que no contentos con despreciar su estatuto de autonomía, arremetieron contra la independencia fiscal al interferir torpemente en determinadas competencias.
La situación estalló el 1 de octubre cuando la CEDA retiró su apoyo al Gobierno de Samper y Gil Robles exigió a Lerroux la entrada de miembros de su formación en el ejecutivo. Agobiado por las circunstancias y presionado en exceso, Lerroux cedió y el día 4 anunció la entrada de tres ministros. Aquello era intolerable.
¡Huelga general!
El acceso de elementos reaccionarios al Gobierno encendió todas las luces de alarma. Fue entonces cuando las tensiones estallaron y se puso en marcha el tan anunciado proceso revolucionario. El 5 de octubre, al grito de ¡huelga general!, las masas obreras, dirigidas principalmente por líderes del PSOE y de la UGT, tomaron las calles de las ciudades más importantes. Ese mismo día Bilbao quedó paralizada desde primera hora. Las fábricas, talleres y obras pararon, el comercio fue conminado a cerrar, las principales líneas férreas fueron objeto de constantes sabotajes y se cortó el teléfono de ambas márgenes de la ría. La determinación de los huelguistas era clara a pesar de que desde Gobernación Civil se transmitió la noticia de que en Madrid el movimiento había sido sofocado al de poco de iniciarse. Sin embargo, en Vizcaya los elementos más radicales se hicieron fuertes. Para animar aún más su determinación, el 6 de octubre, el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, proclamó el Estado catalán dentro de la República Federal Española. Además, desde Asturias, llegaban noticias esperanzadoras. La fuerza obrera asturiana había tomado las armas. La revolución social era imparable.
En Bilbao la situación era preocupante. Las fuerzas de Asalto y Guardia Civil, desbordadas por la situación, recibieron el apoyo del Ejército para asegurar el suministro de artículos de primera necesidad y restablecer las comunicaciones. El gobernador civil, agobiado por la situación, arremetió contra los comerciantes, a los que amenazó con fuertes multas si no abrían. En la zona minera, los huelguistas formaron grupos de pseudo-guerrilleros que se enfrentaban abiertamente a las fuerzas del orden. Todo indicaba que se podía alcanzar un estadio de preguerra civil.
La situación había llegado a tal límite que no quedó más remedio que dejar que el Ejército empezara a gestionar la situación. Así, el mismo sábado 6 de octubre, se proclamó el Estado de Guerra.
Lejos de mejorar, el domingo 7 de octubre, la situación empeoró. Atxuri, los barrios altos y varias calles del casco viejo bilbaíno se convirtieron en el escenario de enfrentamientos armados que provocaron los primeros muertos y heridos. Comenzó de esta manera un periodo de setenta y dos horas en las que la lucha, tanto en Bilbao como en las poblaciones de la margen izquierda, fue constante. El gobernador civil, desesperado, cargó de nuevo contra todo aquel que no acudiera a su trabajo. Llegó a pedir que los que no se incorporasen fueran despedidos. Se había llegado al límite. La margen izquierda se convirtió en un auténtico territorio en litigio por el que pugnaron revolucionarios, por un lado, y Guardia Civil, de asalto y ejército, por otro. En Portugalete, sin ir más lejos, los huelguistas llegaron a controlar la villa durante más de veinticuatro horas. La situación se había desbordado. La revolución se hacía fuerte y en algunos puntos, como Mondragón, se cobraba sus primeros mártires. El político tradicionalista Marcelino Oreja Elósegui fue asesinado al intentar huir de sus captores.
Sin embargo, a partir del 10 de octubre, la situación pasó a estar mejor controlada por el ejército y las fuerzas del orden, a pesar de que los tiroteos, explosiones y asaltos se mantuvieron hasta el día 13. La determinación gubernamental y la dureza con que actuó el Ejército puso en jaque la lucha de los revolucionarios, que no se vieron apoyados por el resto de los ciudadanos. A mediados de octubre, el gobierno de Lerroux controlaba Barcelona, el País Vasco y Asturias. La revolución había fracasado.
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