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La hipótesis de lo peor
Miedo

La hipótesis de lo peor

¿Quién es más optimista, el que se queja amargamente o el que se alegra de haberse librado de algo más dramático?

JOSÉ MARÍA ROMERA MARTÍN OLMOS

Domingo, 22 de marzo 2009, 04:01

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A la hora de prever nuestro futuro y tomar decisiones sopesando los pros y los contras de cada opción, es fácil dejarse llevar por la visión timorata que conjetura motivos de temor en vez de fijarse en los aspectos positivos de las cosas. Al fin y al cabo, el de 'ponerse en lo peor' es un método de observación como otro cualquiera. Y no carece de lógica. También es probable que muchos de los miedos que atenazan a las personas pusilánimes sean miedos irracionales. Si hiciéramos caso de todas las alarmas pregonadas por esos noticiarios que día a día nos sirven ricas estampas de crímenes, catástrofes y accidentes, llegaríamos a la conclusión de que vivimos sobre un campo de minas donde al menor movimiento podemos saltar por los aires. Nadie puede certificar que esté libre de peligro.

Pero a la vez, como ha hecho notar Nassim Taleb en 'El cisne negro. El impacto de lo altamente improbable', tendemos a infravalorar -tanto para mal como para bien- la posibilidad de que nos ocurran cosas inhabituales o extraordinarias. Los observadores sociales han percibido no sin asombro cómo la crisis económica generalizada no ha causado los efectos de pánico que podrían esperarse de una situación de tal magnitud. Pese a las economías familiares arruinadas, las pérdidas galopantes de empleos y los autorizados vaticinios de un futuro próximo todavía más sombrío, quienes todavía no se ven gravemente afectados por el fenómeno parecen haber pactado una especie de conspiración de optimismo basada en el «esto no me puede suceder a mí» y en la confianza infundada en que tarde o temprano las vacas gordas suceden a las flacas.

¿Cuál de las dos actitudes es la juiciosa? Según se mire. Si es cierto que ponerse en lo peor acaba paralizando al sujeto, impidiéndole tomar decisiones, poniéndole a la defensiva y creando en su espíritu el efecto sombrío de un mundo hostil, también hay que admitir la utilidad de lo que algunos han llamado el 'realismo depresivo': un estado de alerta que protege de las amenazas y previene de los riesgos, gracias a que tiene en cuenta más informaciones sobre las cosas ante las que otros se tapan los ojos. El realista depresivo suele disponer de patrones de respuesta más activos que el optimista inconsciente sumergido en una falsa ilusión de control que le lleva a cometer actos irreflexivos y temerarios.

En la misma línea de Taleb, el sociólogo estadounidense Lee Clarke -especialista en el estudio del comportamiento de las masas ante desastres colectivos- asegura que lo peor no es tan insólito como creemos. En 'Worst Cases: Terror and Catastrophe in the Popular Imagination', Taleb reúne un nutrido número de ejemplos que prueban cómo no sólo suceden más catástrofes de las que llegamos a conocer, sino que hay infinidad de casos en que han estado a punto de ocurrir y si no han sucedido es por simple casualidad.

Valorar lo que se tiene

Si tenemos un accidente, explica Clarke, por lo general tendemos a lamentarnos de los daños sufridos pero no a pensar en que éstos podrían haber sido más graves. Si se nos incendia la casa estando nosotros de vacaciones, no se nos ocurre imaginar qué hubiera ocurrido si el fuego nos hubiera cogido dentro de ella. Así que ¿quién es más optimista, el que se queja amargamente o el que se alegra de haberse librado de algo más dramático? Dicho de otro modo, el patrón de pensamiento basado en 'ponerse en lo peor' no implica necesariamente una actitud apesadumbrada y tremendista, sino que ayuda a valorar más lo que uno posee, a disfrutarlo y a conservarlo con mayor cuidado.

Tampoco por el hecho de imaginar los resultados más negativos posibles en cualquier situación hay que suponer que eso nos vaya a echar atrás. Los estudiosos del comportamiento humano en la toma de decisiones distinguen entre dos variantes del 'ponerse en lo peor'. Por una parte estarían quienes registran la probabilidad de perjuicio como un motivo determinante para renunciar y emprender otro camino. Por ejemplo, si a alguien le ofrecen un puesto de trabajo estimulante y bien pagado pero que le exige desplazarse en avión dos veces por semana, tal vez prefiera quedarse con su empleo aburrido y soportando a un jefe intratable porque así evita el riesgo de que un día el avión se estrelle. Pero entonces, ¿qué impide introducir en nuestros cálculos otros riesgos como el de que al salir de la oficina de siempre nos atropelle un coche, nos caiga en la cabeza el alero de un tejado o nos acribille a balazos el atracador de un banco que huye de la policía?

La otra variante es la que, sin dejar de tener en cuenta lo peor que pueda ocurrir, adjudica a ese riesgo la puntuación relativa que le corresponde en un elemental cálculo de probabilidades. Nadie en su sano juicio se lanza a abastecerse de medicamentos ante el anuncio de una epidemia de gripe, pero sí procura informarse de las medidas que debe tomar en caso de resultar afectado. Es la forma prudente del método: ponerse en lo peor sin que eso condicione nuestro punto de vista. Un buen número de los hábitos de protección que ahora adoptamos como naturales son el resultado de esta actitud. ¿Alguien juzgaría que ponerse el cinturón de seguridad en el coche, usar preservativos, bloquear el ordenador con una contraseña o no comer pescado crudo son extrañas manías de gente alarmista?

Hemos de aprender a considerar los riesgos, pero no necesariamente para ahuyentarlos, sino para actuar con prudencia. La valentía no tiene por qué ser inconsciente, ni el realismo conduce forzosamente a la falta de determinación. No se puede hacer una tortilla sin cascar los huevos.

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