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MARTÍN OLMOS
Lunes, 6 de octubre 2008, 11:58
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Dicen que iba el pobre arriero tirando de su burro esquelético, más bien un bosquejo de acémila, iba hundido el animal debajo de los odres, a dos suspiros de dar el alma, dicen que entre los campos de olivos y el susurro del Genil. Dicen que el hombre era pobre como un Lázaro y que su bestia estaba desahuciada y que para apagar más su estrella se encontró con los trabuqueros. Eran tres en el camino: Juan Caballero, que le decían el Lero, José Ruiz, natural de Badolatosa, que debía muertos a la justicia, y en el centro el capitán, José María el Tempranillo, frenando un bayo alto con una rienda de crin. Se anudaba en la nuca el pañuelo de fantasía y las patillas frondosas le cruzaban el rostro intemperiado de la tez de la aceituna, los ojos como el tizón, el trabuco a mano, el chaleco de terciopelo rojo con botones de hueso y la de Albacete asomando de la faja, con la virola de plata y las cachas de marfil. El arriero se confió al Altísimo, pero el Tempranillo, viendo su penuria, en vez de aligerarlo le indicó el cortijo de un tratante y le dio 1.500 reales para que se hiciese con una mula recia con la que enmendar su suerte.
La noche siguiente, el Lero y José Ruiz se presentaron en la hacienda del tratante, que estaba en Estepa, o en Puente Genil, o quizás en Alameda, le desearon una vida larga y de provecho y le apoyaron el trabuco en la barriga, recuperaron los 1.500 reales. Al Tempranillo le salió de balde la caridad. La historia, repetida en las noches de guitarra y en las hogueras de los gitanos, enriqueció el repertorio de los poetas ciegos y de cuentistas de cordel. En España reinaba Fernando VII, pero en Andalucía mandaba José María Hinojosa, que le decían el Tempranillo, el rey de Sierra Morena.
Bandolero romántico
Cuando Eric Hobsbawm, profesor emérito del Birkbeck College de la Universidad de Londres, profundizó en el estudio del fenómeno del bandidaje social observó que, como cada religión versiona su diluvio, cada comunidad tiene su salteador popular al que atribuyen hazañas que obedecen a un patrón idéntico, barnizado de gallardía y derroche. El mismo Hobsbawm recoge un lance similar al del Tempranillo atribuido al forajido Jesse James: esta vez no hay arriero ni burro sino una viuda con una deuda de 900 dólares. James la socorre y después visita al prestamista al que arrima el colt al hocico. Ambas historias tienen en común las pautas simbólicas de la parábola: la picardía del protagonista, no exenta de humor, y su simpatía por el desfavorecido. Probablemente ambos cuentos son inciertos pero, al contrario que James, del que se sabe que fue un peligroso maniaco de gatillo fácil, el Tempranillo sí disfrutó en vida de la veneración de sus paisanos.
José Pelagio Hinojosa, que siempre prefirió llamarse José María, nació en 1805 en Jauja, en la pedanía de Lucena, en el mismo pueblo del que Lope de Rueda escribió que estaba empedrado de piñones y que dio origen a la expresión de abundancia. Su partida de nacimiento aún se conserva en el archivo de la parroquia de San José. Su padre era jornalero y él llevaba el mismo camino, pero a los quince años, en la romería de San Miguel, riñó con otro mozo por una novia, el vino hizo su tarea -en eso los tiempos no han cambiado- y dirimieron las navajas. Se echaron las mantas en el brazo torpe para defender y con el bueno hicieron la esgrima. El otro no lo contó, por lo que tomó el camino de la sierra para que no le diesen garrote.
Parece que fue la gitana María de la Fuensanta la que le puso Tempranillo apuntando su precocidad a la hora de empezar a andar el monte. Al principio asaltó a los caminantes y robó yeguas, pero con el tiempo sus golpes se fueron haciendo más audaces y se le fueron uniendo todos los caballistas que andaban al pleito con la justicia hasta formar, en la serranía de Ronda, una cuadrilla de más de 50.
En 1828, en el camino de Carmona a Écija, desvalijó la recaudación de Hacienda que había salido de Sevilla rumbo a Madrid haciendo frente a una dotación de treinta migueletes, y en otra ocasión le dejó sin fumar al Rey: fue a una legua de Córdoba donde detuvo el convoy de Su Majestad y le birló a Fernando VII siete fardos de tabaco de La Habana y varias medidas de paño. La Capitanía de Sevilla llegó a ofrecer 6.000 reales por su cabeza, apuntando la recomendación de separarla del cuerpo en caso de ser capturado vivo, lo que en lugar de estimular la traición propagó más lejos su reconocimiento.
Las damas postineras y los viajeros románticos se morían por un susto del Tempranillo entre bulerías y cantos de cigarra, para después reponerse en la venta con un vaso de Jerez. El primer ministro inglés Benjamín Disraeli trató de encontrárselo y llevar una historia a su club del Strand, Prospero Mérimée aseguraba, sin fundamento, haberle entrevistado y el viajero Richard Ford compartió un tiempo el fuego de su campamento y consiguió que el bandolero posara para el carboncillo del artista John F. Lewis.
De Robin Hood a sheriff
El bandolerismo andaluz se había escapado de las manos de la administración de Fernando VII. El Tempranillo se paseaba con impunidad y bautizaba a su hijo en la parroquia de Grazalema, a la luz del sol y convidando a los paisanos a Pedro Ximénez , mientras su bolsa engordaba de reales al haber perfeccionado un método de desplumar por adelantado y sin mandar trabuco: por medio de franquicias destacadas en Sevilla, Málaga, Granada y Córdoba, sus agentes cobraban un peaje a los viajeros con el que se aseguraban un camino sin sobresaltos. Cuando empezó a pagar incluso la Dirección de Correos, Fernando VII entendió que era más práctico enmendar al bandido que combatirlo. En una jugada de doble filo, envió al general José Manso a entrevistarse con el bandido en la Venta de los Molinos, muy cerca de Morín, de donde el Tempranillo salió indultado y con fuero militar.
A Robín Hood le habían nombrado sheriff de Nottingham y los paisanos dejaron de encontrarle simpático. A partir de entonces el Tempranillo fue don José María y patrulló con su Escuadrón Franco de Protección y Seguridad de Andalucía, cuya base estaba en el cuartel de Caballería de Córdoba, las veredas que ayer acechó, y le puso tanto esfuerzo a la tarea que el duque de Ahumada apuntó notas para la organización de la futura Guardia Civil. Había acabado el verano de 1833 cuando le soplaron que El Barberillo, un antiguo rufián de la banda del Frasquito, se escondía en un cortijo de Alameda. José María tenía 28 años y hacía tiempo que no gastaba su apodo, pero esta vez lo usó para intimidar al fugitivo y tentar la suerte sin trabuco, pero la suerte le dijo que ya no quería bailar con él. El Barberillo le afeitó de dos tiros de escopeta y el Tempranillo murió dos días después, el 23 de septiembre, habiendo dictado el testamento que no pudo firmar porque nunca aprendió a escribir. Seis días después murió el Rey.
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