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Miguel Ángel Perera, con su primer toro. / EFE
Implacable Perera
LA CORRIDA

Implacable Perera

BARQUERITO

Jueves, 10 de julio 2008, 11:07

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Abrió un toro sacudido y flacote. Sin carnes, dio 570 kilos. Si llega a estar lleno, revienta la báscula. Suave de verdad. Con más fondo que fuerza, que no son calidades conciliables y se suelen resolver en un tranco rebrincado pero constante. A punto de sentarse dos veces: secuelas del encierro. A más el toro, como los buenos. De ritmo seguro. Fiables los ataques, embestidas llanas. Algo aparatoso El Cid, que amarró mucho los lances de lidia y abusó de ellos. Y, luego, se dejó más ver que sentir en una faena que ni carne ni pescado. Encajado en la primera sesión El Cid en la distancia. No tanto después. Siempre en los medios. Con marcial teatralidad en desplantes talonados, pausas y paseos que daban aire tanto al toro como al torero. Una estocada tendida, no más de doscientos pañuelos y una oreja sumamente generosa.

Así que, según costumbre de sólo cuatro años, los cuatro que lleva lidiando en Pamplona Ricardo Gallardo, la corrida de Fuente Ymbro empezó bien. Terminó todavía mejor. El sexto fue de gran categoría. Con el borroncito de medio rajarse cuando ya Miguel Ángel Perera lo había apurado hasta el infinito. Pero toro de los que retratan una ganadería. Muy bravo.

Entre la bondad no sumisa sino encastadita del primero y el bravo rigor del sexto, discurrió el resto del pasaje como río de vivo caudal. Se movió la corrida mucho y para bien, no se resistió ningún toro, pelearon todos. Sin ser completo, el segundo, que escarbó entre pausas, sacó buen son, descolgó por las dos manos, humilló, se distraía un poco. Muy pronto y galopador el tercero, que apretó en un puyazo de bravo, se dolió en banderillas y protestó al ser retenido contra un burladero y estrellado en él. También este toro pecó por escarbar. La cara arriba, como de toro mal sangrado o picado atrás. Más de un cabezazo. Los tropezones de tela lo indispusieron. Tenía una chispa de temperamento. Castella, entregado en un airoso arranque de faena -banderazos y trincheras en bella madeja- quiso torear en rosca y lo hizo en dos tandas de serio aire. Faena de más a menos. Mecánica de repente, cortada por pausas. Mal remate: cuatro pinchazos, ocho descabellos. Estuvo a punto de caer el tercer aviso.

Perera arriesgó con el tercero. Un brillante arranque con el cambiado por la espalda librado casi a pelo, templado toreo a pies juntos, embraguetado, firme. Luego, en la corta distancia y no del todo cruzado, Perera se propuso poder pero sin dejar al toro embrocarse, que por eso enganchaba la muleta. Buenos lazos de cierre, entereza pese a los cabezazos del toro. Un bajonazo expeditivo.

El cuarto fue de los buenos de verdad: calidad, son, temple de toro caro. Bravo en el caballo, suave el querer por la mano derecha, dándose pero sin regalarse. Repitiendo, metiendo la cara. El Cid lo tuvo en un momento dado metido en el engaño y acompañado. Con sus muletazos codilleros de mano derecha. Compuesta la figura en vertical. Faltó todo por la otra mano: asentarse, por ejemplo, soltarse. Deslavazado negocio. Seis pinchazos, un aviso, un descabello.

Un quinto de extraordinario cuajo se tronchó el cuerno izquierdo por mitad de la pala en el primer puyazo. Lo devolvieron. El sobrero, descarado y playero, de otras hechuras y otra sangre, muy escarbador, se entregó en el caballo, pegó más de un trallazo, embistió con desorden, empaló a Castella en un muletazo de más y le pegó en el escroto un puntazo. Incólume Castella. Pero una lesión de codo le estorbó para matar: tres pinazos y tres descabellos.

Y entonces salió casi en tromba y como los bravos clásicos el gran toro de la corrida. Muy astifino, ofensivo por la estampa y la actitud. Guerrero, alegre, al ataque siempre. Por derecho, sin trampeo. Y Perera le tomó la medida, lo tuvo sometido ya con una primera tanda en trenza de siete muletazos de formidable gobierno y mucha bragueta. Y ya no se cansó sino que estuvo incluso a punto de hartarse. Por una mano y por la otra. De perfil y despatarrado a veces. Dando el medio pecho otras. En el punto justo donde el toro tomaba el engaño y repetía. Por abajo siempre: toreo de gran poder y buen templar. Rotundas las salidas de Perera, que cada vez que dejaba al toro parecía tenerlo domado. De tan en la mano. Circulares, inoportunas manoletinas, una estocada después de haber pedido el toro la hora más de una vez. Una estocada desprendida. Un gran alboroto. Una oreja, casi dos. Sensación de torero implacable.

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