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Turski posa en la sala de la vidriera de la Casa de Juntas en una visita organizada por el Instituto Polaco de la Cultura. JORDI ALEMANY
«El Holocausto lo hizo gente que amaba a sus hijos y que escuchaba a Strauss»

«El Holocausto lo hizo gente que amaba a sus hijos y que escuchaba a Strauss»

Marian Turski, superviviente de Auschwitz, pasó ayer por las Juntas Generales de Bizkaia

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Martes, 26 de junio 2018, 01:07

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El hambre, las fiebres tifoideas y el brutal cansancio de las marchas de la muerte -los nazis trasladaron a los prisioneros cuando los aliados se acercaron a Auschwitz- le hicieron vivir con «indiferencia» sus primeras horas en libertad. Había perdido en las cámaras de gas a su padre y a su hermano de 12 años durante 'la selección', el inhumano descarte que sólo allí acabó con un millón de judíos. Ya libre, Turski (Druskieniki, 1926) se sacó una foto con un amigo sastre, que la fue enseñando aquí y allá. «Un día se la mostró a un grupo en el que estaba mi madre. Ella no dijo nada y vino a buscarme. Así nos reencontramos».

- La última esperanza para la humanidad son unas gafas. Sus gafas.

- Cuenta mi amigo Roman Frister en sus memorias que para sobrevivir a un infierno hay que comportarse sin escrúpulos, pasar por encima de los cadáveres. No le juzgo. Quienes tienen una vida normal no pueden juzgar el infierno y lo que allí sucede. Pero mi conclusión es diametralmente opuesta. Por eso me alegro mucho de que me hable de esas gafas, que son un símbolo.

- Cuénteme la historia.

- Llegué a Auschwitz con diez compañeros, una pequeña comunidad donde cada uno apoyaba a los otros. Cuando aún no llevaba una semana, un capo, un prisionero judío como nosotros pero que hacía de guardián y decidía sobre la vida y la muerte, me dio una orden en un dialecto berlinés y no le entendí. Él había sido boxeador y me dejó KO de un puñetazo. Al despertar, vi que mis gafas estaban rotas. Allí, un miope sin gafas está condenado a morir en dos o tres días.

- Una pequeña parte de los prisioneros, el 'Kommando Canadá', comerciaba con ese tipo de bienes, que tomaban de los cadáveres.

- Había diferentes divisas -cigarros, vodka- y a mí me pusieron un precio de tres raciones de pan. Era la base de la alimentación y la cantidad que nos daban era ridícula: llegué a pesar 37 kilos. Reunir tres raciones era imposible. Un día, los nueve compañeros me dieron una tercera parte de su ración para pagar. Esa solidaridad es la esperanza.

- También vivió la otra cara: la barbarie. ¿Qué está dispuesto a hacer un hombre por su propia supervivencia?

- Hubo dos tipos de barbaridades. Una de ellas casi no requería implicación. El envío de diez o veinte mil personas al día a las cámaras de gas, conducidas por perros o guardianes. Pero hubo otra parte: el sadismo. El placer de hacer sufrir.

«Prohibieron a los judíos ir a un parque, comprar el pan antes de las 5. Luego el gueto... Se fue escalando»

Los primeros síntomas

- ¿Advertían diferencias entre quienes cumplían órdenes, quienes creían en aquella locura y quienes disfrutaban?

- Amon Göth fue el jefe de las SS en el campo de Plaszow, en Polonia. Apuntaba con alegría a los prisioneros y les pedía que se acercasen para disparar mejor. Eso es sadismo. Ilse Koch observaba los tatuajes de los prisioneros y hacía lámparas de piel humana con los que le gustaban. Pero más allá de los sádicos, que eran una minoría, las barbaridades más grandes fueron cometidas por gente común. Por oficinistas o pastores, por gente que acariciaba a sus niños, que iba a la iglesia y que escuchaba a Strauss y a Schumann.

«¿Un consejo? Pasa desapercibido. Y lávate, incluso sin agua. Es una cuestión de dignidad»

Qué diría al prisionero que fue

- Suele hablar de «los primeros síntomas del mal». ¿Cuáles fueron?

- Dos años después de llegar Hitler al poder, empezó todo. Prohibición de que los judíos se sienten en los bancos de un parque de Baviera. Sólo un parque, qué importa. Prohibido comprar pan antes de las cinco de la tarde. Lo adquieren más tarde. No pueden cantar en coros. Crean otros propios. Un mal pequeño, que casi no se ve, al que nos acostumbramos. Y llegamos a verles como personas diferentes. Quizá ya no deberían sentarse al lado, o vivir cerca. El gueto. Los campos. Se fue escalando.

«Vas a sobrevivir»

- ¿Qué consejo me daría si yo fuera un prisionero que acaba de llegar a Auschwitz? Dicho de otro modo, ¿qué le diría a aquel joven que fue usted?

- (Medita en silencio mientras sonríe) Me ha sorprendido totalmente esta pregunta. Diría: evita los ojos y la mirada de los capos y los alemanes. Intenta pasar desapercibido. Lávate todos los días; es una cuestión de dignidad humana. Entre nosotros, en el grupo, nos obligábamos a lavarnos aunque no tuviéramos fuerzas -hacían los gestos incluso cuando no había agua-. Y, aunque entonces no lo pensaba, ahora me repetiría: «Vas a sobrevivir, vas a sobrevivir».

- Su padre y su hermano fueron asesinados en las cámaras. ¿Sabía en ese momento lo que les iba a pasar?

- Yo, precisamente yo, sí lo sabía. Estaba en un grupo clandestino y hacíamos un boletín con las transmisiones de la BBC. En septiembre de 1942, en el gueto de Łódźt, ya lo imaginábamos, aunque las pruebas las tuvimos en 1944.

- Al acabar la guerra, tuvo amnesia durante décadas. ¿Cuándo volvió la memoria?

- Un amigo, en un brindis, me agradeció haberle salvado la vida evitando que se ahogara entre los cadáveres de un vagón de transporte. Empecé a recordar. Fue progresivo. «Se debe recordar siempre, pero sin memoria tóxica»

- Sobrevivió a Auschwitz, a las marchas de la muerte, a todo. ¿A qué lo atribuye?

- De niño habría respondido «gracias a Dios». En la juventud lo habría atribuido a la solidaridad humana. Después, tal vez a la suerte.

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