Borrar

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Con la luna menguante de agosto se cosechan las cebollas moradas. Los tomates, en plena madurez, aún aguantan si la huerta está en altura o hay riego. Estamos en pleno reinado del pimiento, con permiso de las alubias, que resisten en las matas de vainas y esperan terminar de madurar las plantadas para secas, y del calabacín, que no se cansa de dar fruto mientras haya humedad y un poco de sol. Los pimientos verdes de freír todavía ofrecen buenas meriendas a quien los mima y estresa con recogidas periódicas, tanto los de Gernika como los cornicabra o las piparras, que de su Ibarra natal se han extendido por todos los territorios históricos. Su alteza el choricero torna ya del verde al rojo y anuncia el tiempo de la joya de la huerta vasca, que alcanzará sus días de gloria ensartado con aguja e hilo por el pedúnculo y colgado con docenas de congéneres en un balcón, o como San Lorenzo, sobre una parrilla para que el fuego redentor le libre de sus pieles y ofrezca las mejores tiras de cuantas puedan imaginarse, entreveradas y ahumadas, gloria bendita, con la humilde compañía de un ajo y un poco de aceite.

La escasez de sol, el exceso de humedad y el relieve accidentado de las tierras de Bizkaia, Gipuzkoa y los valles cantábricos alaveses solo dejan que sus huertas brillen cuando llega el verano. El resto del curso, como los escolares y los empleados, solo sobreviven. La verdadera fiesta llega con el sol y los días largos, con las vacaciones, las tarteras de tortilla con pimientos, la fiesta, el bonito con tomate, la hierba y el salitre. El verano es el momento en el que la huerta cantábrica compite con cualquier otra y casi siempre sale victoriosa.

Geografía emocional

Tan excelsos son los productos que la sabiduría popular, ese antecesor del marketing, tira de metáfora y llama langostinos verdes a las guindillas y caviar de huerta a los guisantes de lágrima o a los pimientos verdes fritos de Ampuero. Es el momento más reconfortante del año para el hortelano aficionado y para el baserritarra profesional, el tiempo de gloria en el que todo cobra sentido y un pueblo entregado a su afición favorita -socializar entre viandas y botellas- encuentra placeres en las plantas a la altura de los que el mar o la cinta chuletera le proporcionan durante todo el año.

SR. GARCÍA

La huerta es un pedazo de tierra pero también una geografía emocional que ha ido cambiando su estatus desde que esta sociedad saliera de la posguerra y de su hambre autárquica, cuando cultivar cualquier espacio, así fuera en una rotura robada al monte, era pura necesidad para sobrevivir. Más tarde, la economía mixta -el sueldo de la fábrica y la explotación agraria juntos- mejoró la calidad de vida de la Euskadi rural y en el caserío se dejó de oler a vaca y de pasar frío. Por entonces, el mundo nacionalista cuidaba ya un espacio económicamente en regresión porque era depositario de la reserva identitaria, el entorno donde se preservaba la vieja lengua, el modus vivendi, las tradiciones y el folklore.

Y así, con ese papel asumido con orgullo por una población venida a menos, que había pasado de vivir el estigma del aldeano al orgullo del vasco puro, se acabó la pena, aunque la población rural activa siguió achicándose hasta llegar hoy a sumar apenas unos pocos miles de cotizantes en todo Euskadi, con una edad media cercana a los 60 años y poco más del 1,3% del PIB. Pero el valor de nuestra tierra, como Tara, la plantación de ‘Lo que el viento se llevó’, ha seguido mutando y subsistiendo con los años.

Llegaron las identidades protegidas para los productos vascos, el Eusko Label y la etiqueta de Euskal Baserri, que ponían en valor lo autóctono con el objetivo de aliviar la competencia feroz de otros sistemas de producción y ennoblecer el producto cuidado a conciencia. Más tarde, programas como Gaztenek, que apuesta por la reintroducción de jóvenes en la agricultura, y hasta el banco de tierras público, que ya ni siquiera consigue colocar los lotes que ofrece.

El futuro

La última revolución está todavía por terminar de prender y viene de la mano del relato, no solo de la producción. La gastronomía mundial anhela y ensalza productos auténticos y sabrosos, pero también únicos, sostenibles, casi míticos y que incluyan al hombre y a la tierra, con un interés cada vez mayor en los vegetales. He ahí una nueva posibilidad de futuro que se abre, con el apoyo explícito de jóvenes chefs como Eneko Atxa, Josean Alija o Álvaro Garrido en Bizkaia, amén de la histórica defensa del producto por parte de una laureada generación de chefs que les precede, aún en activo.

Aprovechemos ahora que los hermanos Roca se maravillan de los pimientos de Carranza, que las cebollas moradas de Zalla aparecen con localizador en las cartas de grandes restaurantes y que los guisantes de lágrima se han convertido en uno de los productos vegetales más exclusivos del país.

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios