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Muerte enlas vías

Para la niña, la senda delimitada por el metal paralelo la protegía del miedo, era el camino mágico para volver a casa

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Domingo, 6 de agosto 2017, 01:08

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Algunos sucesos trágicos encogen el alma. La muerte de Lucía, una niña de tres años, y el modo como ha sucedido, es uno de esos desoladores hechos. La niña, perdida en la noche, vagó por la vía del tren durante tres kilómetros. Después, se quedó dormida junto a la vía. El primer tren de la mañana la mató de un golpe único y de contundencia desproporcionada para tan menuda víctima. Impresiona la terrible conjunción en un mismo espacio de un tren veloz y ruidoso, grande y compacto, con el cuerpo pequeño, frágil y silencioso de una niña dormida.

Lucía se perdió de los suyos y caminó por las vías. Con su lógica infantil, es posible que le pareciera que seguir esa senda, delimitada por el metal paralelo y visible a la luz de la luna, la protegía un poco del miedo a la negrura de lo que estaba fuera de los límites de hierro y quizá era el camino mágico para volver a casa. Cansada de andar tanto tiempo por ese particular camino de Oz sin llegar a ninguna parte, se echó a dormir junto a su peligroso guía.

Asocié ese largo recorrido por unas vías hacia la muerte de la pobre Lucía con la película ‘Dodeskaden’, de Akira Kurosawa. El protagonista, un muchacho simple que vive dentro de su imaginación y es inocente como un niño, está obsesionado con los tranvías. Le gusta creerse el conductor, o el propio tranvía, y marcha a paso ligero por una vía imaginaria, un caminito de tierra pisada que atraviesa el mísero poblado de chabolas en el que habita. Pone los brazos en ángulo recto remedando el funcionamiento de la maquinaria e imita con la voz la onomatopeya del tranvía: «‘Do-des-kadén’… ‘Do-des-kadén’…».

Las pesadas ruedas de un estruendoso tren en marcha, con sus bordes salientes para que encajen con precisión en los cauces de las vías, duro y cortante metal sobre metal, son una imagen poderosa de atisbo de peligro, de vulnerabilidad como ante el cruel cuchillo (así lo adjetivaba Borges) de la carne humana. Algo parecido a la pavorosa atracción por el vacío del abismo.

Recuerdo un día de 1984 en el metro de Barcelona. Esperaba la llegada del siguiente convoy en la estación del Liceo. De repente, un hombre irrumpió en el andén corriendo, saltó a la vía y continuó su carrera por el interior del túnel. Se oía el fragor creciente del tren que se aproximaba. Supuse que la policía perseguía al corredor desaparecido en el túnel y que este se pasaría a la vía libre para esquivar lo que se le venía encima. Pero no, nadie lo seguía; iba al encuentro de las ruedas del tren para acabar con su vida. Nunca olvidaré el prolongado chirrido del frenado ni el grito de la gente al comprender, al igual que yo, lo que acababa de suceder. El tren, sin haber conseguido detener su avance del todo, asomó del túnel y entró en el andén hasta pararse y cesar por fin el horrible ruido.

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