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¿Mediar, enredar, o falsear?

La versión que Urkullu repite sobre el referéndum de Canadá-Quebec es falsa porque describe de manera totalmente incorrecta la realidad canadiense

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Domingo, 8 de octubre 2017, 02:22

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El lehendakari, con honda expresión de responsabilidad en el rostro, se ofrece públicamente como mediador. ¿Tiene algún sentido? No, y Urkullu lo sabe perfectamente. La cruda verdad es que trata sólo de apuntarse tantos de cara a la galería. Todo es bueno para el convento.

¿Y por qué no tiene sentido? Bueno, ¡hay tantas razones!: primera, porque cuando se desea de verdad una mediación eficaz no va uno proclamándolo públicamente sino que primero hace escondidas gestiones para ver si es factible. Segunda, porque ofrecerle a un Estado una mediación en un contencioso con quienes se han rebelado contra su autoridad legítima es tanto como pedirle que se suicide, que acepte la igual categoría del poder legítimo y del ilegítimo insurreccional. Y tercera, aunque primera en decencia, no puede ser mediador en un conflicto quien previamente ha manifestado su total acuerdo con las posturas de una de las partes. El PNV ha manifestado que apoya y defiende el referéndum ilegal del pasado domingo. Claro que, fiel a la táctica nacionalista del péndulo (en romance, «tener dos caras»), Urkullu se ausenta de la votación, dejando que sea su partido el que jalee a los independentistas. ¿Imparcial y desinteresado? ¿En serio?

Conclusión: que se trata sólo de enredar y de intentar una vez más sacar del control de las instituciones españolas comunes el problema de los nacionalistas. Es su sueño de la noche de verano: internacionalizar el conflicto, unas tropas de Naciones Unidas interponiéndose en Cataluña, el mismo afán que ya tuvieron con el terrorismo de ETA.

Al mismo tiempo, el lehendakari lleva unas semanas con el mantra de que la solución está en una «consulta pactada como en Canadá-Quebec y Escocia-Reino Unido». Tiene buenos asesores, luego no es un desliz esa insistencia en lo de «pactada». Es una deliberada forma de falsificar los ejemplos que evoca para arrimar el ascua a su sardina nacionalista. Porque sucede que la versión que repite Urkullu es falsa: describe de manera totalmente incorrecta la realidad canadiense y británica y oculta deliberadamente el marco jurídico de ambos países. Se lo explico a continuación, limitándome al caso canadiense hoy.

Primero, los referéndums quebequeses de 1980 y 1995 no fueron en ningún sentido de la palabra «pactados», sino totalmente ‘unilaterales’. Se celebraron ambos en contra de la opinión del Gobierno canadiense, que nunca les reconoció valor vinculante alguno. Lo que pasa es que en Canadá los gobiernos de las Provincias tienen facultades para consultar a sus poblaciones de manera referendataria la cuestión que deseen. Y así lo hizo Quebec en ambos casos, pero en contra de la opinión del Gobierno federal y sin que éste aceptase en absoluto quedar vinculado por el resultado. Si los independentistas hubieran ganado se habría producido un gravísimo conflicto entre ambos gobiernos porque Ottawa no aceptaba ninguna obligación por el resultado. ¿Referéndums ‘pactados’? ¿Lo dice en serio?

Segundo: precisamente para evitar futuros conflictos derivados de otros referéndums provinciales unilaterales, el Gobierno federal solicitó un dictamen al Tribunal Supremo sobre el derecho de autodeterminación y sobre el valor de un referéndum provincial como título para separarse de Canadá (1998). Respuesta: no existe derecho de autodeterminación de una región de un Estado democrático como Canadá (no hay ‘derecho a decidir’, señor Urkullu), y un referéndum regional victorioso no es título suficiente para la secesión. Sería sólo un hecho que obligaría al Gobierno de Canadá a iniciar una negociación de buena fe con la Provincia para ver si y cómo es posible la separación. Negociación cuyo resultado no está predeterminado por la votación, advierte el Tribunal: es perfectamente posible que las negociaciones concluyan en que no es factible la separación.

Atentos: en lo que más insistió el Tribunal (precisamente porque en el referéndum previo de 1995 la pregunta votada era notablemente confusa y los resultados fueron ajustadísimos) fue en la ‘regla de oro’ de la claridad: claridad en la pregunta que se someta a votación, y claridad en los resultados que no pueden dejar sombra de duda de la existencia de una voluntad mayoritaria decidida por la separación.

Tercero: estos requisitos se plasmaron en la ‘Ley de la Claridad’ del Parlamento canadiense (2000), que establece en síntesis que será la Cámara de los Comunes federal la que, en caso de que alguna provincia desee hacer un nuevo referéndum, controlará si la pregunta es clara y, sobre todo, fijará soberanamente el porcentaje de participación y de votos necesarios para que ese referéndum pueda ser válido para iniciar la negociación de secesión. Repito: el Parlamento federal (el de Ottawa) es el que establece los porcentajes mínimos de participación y de votos afirmativos necesarios para sacar adelante la propuesta, no la Asamblea de Quebec. Y basta leer el Preámbulo de la ley y el dictamen del Tribunal para deducir que esa proporción será superior al 50%. ¿Aceptaría Urkullu esta ley si donde pone Ottawa ponemos Madrid?

¿La aceptaron los nacionalistas de Quebec? No, no estuvieron de acuerdo y legislaron en Montreal que todo eso lo fijará su Asamblea provincial soberanamente. Vamos, que allí existen hoy dos leyes perfectamente contradictorias.

Con lo cual, si somos un poco serios, llegaremos fácilmente a la conclusión de que tampoco en Canadá se atan los perros con longanizas y que, si algún día los nacionalistas obtienen el Gobierno de Quebec y deciden promover otro referéndum tendrá lugar un conflicto inevitable entre gobiernos. ¿Ejemplo de ‘pactado’, dice? ¡Ja!

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