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Si el insensato Puigdemont no rectifica, el Gobierno intervendrá la autonomía de Cataluña. Se lo ha pensado más de dos veces, pero el seny ha huido a tal velocidad que no puede alcanzarlo. Han sido 400 golpes, porque son 400 las empresas catalanas que han puesto pies en polvorosa porque le olía el culo a pólvora. Ha llegado la desbandada y a continuación el requerimiento del Gobierno, descolgando de la panoplia el artículo 155, que es el que pincha y el que corta. De momento se ha producido el milagro: Rajoy y Sánchez, que se llevan a matar, han decidido compartir la cama a condición de no empujarse. Incluso han convenido no agolparse a la salida, ya que todo debe ir por su desorden previsto mientras Junqueras ya descarta la solución de convocar elecciones. Algunos carteles son esperanzadores: «Cataluña sí, España también», pero el plazo se agota antes que la paciencia. El Gobierno intervendrá la autonomía de Cataluña y Rajoy, que es lento, «como un diccionario abierto por la palabra tortuga», debe abrir ventanas para que se escapen los que huyen, sin que tengan que saltar.

Trasladar las sedes no significa que huya el dinero, al que siempre acusamos de cobarde los que no lo tenemos más que de un mes para otro. La enfermedad se llama separatismo y es una dolencia contagiosa. La incertidumbre, que no sabe disimular, se nota en las sucursales y todos los que confían su dinero a un banco, sabiendo que es de piedra granítica, detestan que se mude de sitio. ¿Quiénes han vuelto a pronunciar la palabra «corralito»? Hay que devolver la tranquilidad a los clientes antes de que se vayan en busca de seguridad porque la seguridad siempre está demasiado lejos. Muchos no la hemos alcanzado nunca.

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