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Hace años, cuando aún presentaba un perfil competitivo en lo tocante a noctambulia, me dio por preguntarme cuál sería la frontera entre una buena edición de la Semana Grande y una mala. La pregunta me la hice de madrugada, en El Arenal, entre la multitud, bajo el estruendo, durante los tragos, justo cuando un amigo intentaba ganar un cartón de Marlboro decapitando de un barrenazo al gitano que saltaba bajo una pequeña portería portátil. Allí mismo, esquivando los empujones y las cumbias, di con la respuesta. Cuatro mil muertos. Me pareció que a partir de ahí podría decirse que algo había ido mal en la Semana Grande. Que había habido problemillas. La cifra no es casual. Son las bajas aliadas en Omaha Beach durante el Desembarco de Normandía. En medio de El Arenal me pareció un tumulto comparable. Soy consciente de que a veces veo las cosas de un modo particular.

Por fortuna, en el Ayuntamiento evalúan la realidad desde una perspectiva diurna, correcta y sobria. Eso explica que hayan hecho un balance muy positivo de la fiestas, pero subrayando los episodios de agresiones machistas con la gravedad salmódica del ‘Yo, pecador’, como si pudiese quedar en manos de cualquier malnacido el éxito de algo tan multitudinario, diverso y peliagudo como la Semana Grande. Se entiende la intención pedagógica, pero no deberíamos excedernos con la inercia penintencial, que a todo termina cogiéndosele el gusto.

La noticia es que las fiestas, con su severa avalancha de gente y excesos, han ido muy bien, y que eso más que una noticia comienza a ser una costumbre. El mérito tiene que ver sin duda con la organización, pero también con un cierta disposición, casi una deportividad. Sirva como ejemplo que ayer las comparsas fueron muy cáusticas al valorar en una nota lo ocurrido con la decoración de la txosna de Hontzak, pero sus portavoces se mostraron más comedidos en sus declaraciones públicas. El episodio ha sido lo peor de las fiestas, pero esta vez no se ha permitido que agüe la fiesta. Resumámoslo: Hontzak se atrevió a hacer un chiste como de 1978 y el entorno reaccionó de un modo plenamente contemporáneo, es decir, mucho peor: perdiendo otra oportunidad de dejar claro que en una sociedad libre existe el derecho a que no te amenacen o injurien, pero no a que no te ofendan.

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