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La sutileza de Irène Némirovsky
LECTURAS

La sutileza de Irène Némirovsky

Se cumplen 75 años de la muerte en Auschwitz de la autora que mejor ha pintado la Francia ocupada

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Viernes, 11 de agosto 2017

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El 13 de julio de 1942, dos días después de haber terminado la segunda parte de las cuatro que debía tener ‘Suite francesa’, la escritora Irène Némirovsky fue sacada de su casa, en el pequeño pueblo de Issy-l’Évêque, y llevada al campo de Pithiviers. Su marido, el banquero Michel Epstein, rogó al mariscal Pétain que intercediera por ella, destacó ante las autoridades algunos párrafos claramente anticomunistas entresacados de la obra de la escritora, subrayó sus críticas al judaísmo en el que ambos habían nacido, enarboló el certificado de cristianización que habían obtenido con su conversión al catolicismo en enero de 1939 y hasta se ofreció para cambiarse por ella porque temía que, dada su frágil salud, no aguantara su paso por Pithiviers.

Epstein no sabía que, pocos días después de su detención, su esposa había sido trasladada a Auschwitz. Allí murió víctima del tifus el 17 de agosto, hace ahora 75 años. El original de las dos primeras partes de ‘Suite francesa’, un realista, sutil y descorazonador retrato de la rápida ocupación del país por los alemanes ante el desconcierto de los invadidos, recorrió la geografía gala en una maleta que las dos hijas del matrimonio, de 5 y 13 años, llevaban consigo tras la detención de su padre, en el otoño de aquel año. La obra, que no se publicó hasta 2004, ganó el premio Renaudot y supuso la recuperación de una novelista crucial para entender la Historia del siglo XX, que tuvo que huir de una revolución que había condenado a muerte a su padre -la de 1917 en Rusia-, y sucumbió al mayor episodio de infamia que ha conocido la Humanidad: el Holocausto.

Némirovsky lo tenía todo para haber llevado una vida feliz y despreocupada. Nacida en Kiev en 1903, en el seno de una familia judía, era hija de uno de los mayores banqueros de Rusia y tuvo durante su infancia cuanto una niña puede soñar... menos unos padres que la atendieran. Léon, su progenitor, apenas paraba en casa a cuenta de sus negocios. Y Fanny, su madre, estaba demasiado ocupada en mantener una apariencia juvenil e incrementar su colección de amantes como para dedicar tiempo a su pequeña.

Aprendió euskera en los veranos que pasó en Biarritz durante la niñez

La futura escritora reconocería después -también lo plasmó en más de una novela- que llegó a odiar a aquella madre que nunca la quiso y que delegó su educación en una institutriz francesa. Gracias a esta, aprendió la lengua con un dominio tal que años después la prefirió al ruso para escribir sus textos. Ayudada por los criados que había en la casa y a cuenta de los numerosos viajes de la familia, la pequeña Irène también adquirió un notable dominio del polaco, el inglés, el finés y el yiddish. Y durante algunas estancias veraniegas en Biarritz -la madre alojada siempre en el mejor hotel; la hija, junto a la institutriz, en una modesta pensión- tuvo la oportunidad de aprender a manejarse en euskera.

Huir de la Revolución

Tenía 14 años cuando estalló la Revolución rusa. Léon, el padre, pensó que aquello no podía durar pero por si acaso trasladó a su familia desde Petrogrado -así se llamaba entonces la actual San Petersburgo- hasta Moscú. Durante un año, los Némirovsky estuvieron ocultos e Irène aprovechó para leer a los clásicos. Cuando el Gobierno bolchevique ofreció una recompensa a quien diera información para detener al banquero, la familia escapó del país. En el verano de 1919 ya estaban instalados en Francia, tras haber pasado unos meses en Escandinavia.

Sus obras

  • Novelas. Escribió casi una veintena de novelas. Destacan ‘David Golder’, ‘El baile’, ‘La presa’, ‘Nieve en otoño’, ‘Los bienes de este mundo’, ‘El ardor de la sangre’, ‘El caso Kurilov’, ‘El maestro de almas’ y, sobre todo, ‘Suite francesa’.

  • Otras. También dejó un puñado de cuentos (‘Domingo’) y una biografía de Chéjov. La mayor parte de su obra está publicada en castellano por Ediciones Salamandra.

Irène Némirovsky terminó sus estudios de Letras en la Sorbona en 1926, el mismo año en que se casó con un ingeniero judío que ejercía de banquero, como su padre: Michel Epstein. La pareja tuvo dos hijas, Denise y Elisabeth. Durante década y media, Némirovsky se dedicó a escribir mientras se codeaba con la intelectualidad parisina. Muchos de sus amigos eran judíos; otros no ocultan un feroz antisemitismo. De dos de sus primeras novelas, ‘David Golder’ y ‘El baile’, se hicieron rápidamente adaptaciones para el cine.

Sin haber cumplido aún los 30 años, la escritora había seducido al mundo literario francés con su capacidad para desnudar el alma humana y hablar de las miserias de personajes y familiares de cada uno con un estilo limpio y elegante que da como resultado unos relatos en los que nada sobra ni nada falta. Unos relatos sin estridencias que a partir de 1940 se detendrían en la perplejidad con la que los franceses vieron cómo los alemanes ocupaban su país sin apenas resistencia mientras ellos se aplicaban al cumplimiento de una consigna que nadie dio pero que casi todos siguieron: un ‘sálvese quien pueda’ que Némirovsky describió mejor que nadie.

Sus críticas no se limitan solo a la actitud de los franceses ni son fruto del resentimiento por la negativa del Gobierno de París a concederle la ciudadanía. En medio de una furibunda campaña antisemita, la petición de la familia al completo fue rechazada en 1938. Al año siguiente, quizá en un intento de ponerse a salvo de la persecución que ya era evidente en otros lugares de Europa, se convirtieron todos al catolicismo. No les sirvió de nada. A partir de 1940, y pese a que se habían trasladado a Issy-l’Évêque pensando que allí podrían confundirse con el paisaje, fueron obligados a coser sobre su ropa una estrella amarilla. Las leyes antisemitas de ese mismo año impidieron a Epstein trabajar en la banca y a Némirovsky, publicar.

Críticas a los judíos

Cuando los gendarmes se llevaron a la escritora, su marido lo intentó todo para salvar su vida. Aunque supusiera la descontextualización de las ideas de su esposa. Porque si bien sus apuntes anticomunistas se derivan de su peripecia personal, es más desconcertante la crítica al judaísmo que aparece en algunos de sus libros. Es cierto que Némirovsky se sumó a los tópicos habituales de los antisemitas sobre el aspecto físico y el afán de enriquecimiento, pero al hacerlo estaba hablando de su propia experiencia familiar. Además, de alguna manera, la escritora se odiaba a sí misma, y así lo han visto no pocos críticos.

Para algunos, el error que le costó la vida fue común entre muchos grupos de judíos, sobre todo los más acomodados: pensar que, con su riqueza e influencia, estarían a salvo si no levantaban la voz, si no incomodaban a los invasores. Por eso, los libros escritos en los primeros meses de la ocupación se detienen más en el egoísmo y la falta de coraje de los franceses que en la agresividad y la injusticia de los alemanes. En ‘Suite francesa’ ya no es así. Es como si se hubiese dado cuenta de todo, de que no se salvaría permaneciendo inmóvil. Era tarde. Murió a los 39 años en Auschwitz, donde también pereció su esposo tres meses después.

Cuando sus hijas se presentaron con la maleta donde llevaban el texto de su última obra en casa de su abuela, una mansión en Niza, la mujer se limitó a decirles que, muertos sus padres, deberían ir a un orfanato. Si no fuese porque las niñas lo contaron mucho después, podría parecer una escena de ficción, un episodio de alguno de los relatos de la propia Némirovsky.

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