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IÑAKI EZKERRA
Sábado, 11 de noviembre 2017
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En la tercera temporada de ‘Fargo’, la serie televisiva de Noah Hawley que está inspirada en la película de los hermanos Coen y que tiene a estos como productores ejecutivos, aparece un mafioso, un tal V. M. Varga cuyo atractivo como personaje reside en lo que tiene tanto de inquietante como de repugnante. En un momento, V. M. Varga se autoinvita en la casa de una de sus víctimas y elogia la comida unos minutos antes de encerrarse en el lavabo para vomitarla con un estruendoso sonido fisiológico. En otro momento, lo vemos sentado en un excusado y devorando una mousse de chocolate con un ansia salvaje que deja que le rueden los churretes del dulce por la barbilla. Algo parecido a ese ‘criminal escatológico’, a esa patología psíquica que se llega a hacer física, a esa encarnación plástica de la ‘fisiología del mal’, nos pinta el escritor colombiano Evelio Rosero en ‘Toño Ciruelo’, una novela que tiene por título el propio nombre de su héroe, que no es otro que un asesino en serie que irrumpe en las primeras páginas llamando a la puerta de un apartamento así como preguntando por el baño directamente: «…y después la ciudad entera cayó pulverizada: eran los ruidos de la carne de Toño, un terremoto más aterrador por lo íntimo, sus vísceras se rebelaban, su mundo de intestinos estallaba, y se apoderó del aire el olor horrible de su mierda humana…»
Quien nos brinda esta descripción tan gráfica de una diarrea es Eri Salgado, el personaje-narrador del libro, un escritor que conoció a Toño en el colegio de curas de Bogotá en el que ambos se educaron y que lo siguió tratando en la adolescencia, en los años de la universidad y en la época de los primeros trabajos, hasta que lo perdió de vista y lo fue recuperando de forma recurrente en diferentes momentos de su vida, como el que relata en ese primer capítulo trufado de hipérboles geográfico-intestinales. El mayor acierto de la novela es, sin duda, esa extraña y contradictoria relación entre ambos. Eri Salgado aborrece a Toño Ciruelo, siente horror ante los crímenes que le confiesa y ante sus excesos, pero experimenta a la vez una enfermiza fascinación que es una forma de sumisión y que le impide romper con él sus vínculos. Niega que sea un ‘amigo’ pero se comporta con él como si lo fuera. Ciruelo, por otra parte, admira y desprecia a Salgado. En los sentimientos que deja entrever hacia este resulta totalmente verosímil. Su padre fue un político importante y él un niño mimado en su casa, brillante en el colegio, carismático entre sus compañeros… Un ser malogrado que detesta la vocación del otro, pero que al mismo tiempo conoce su estilo literario hasta imitarlo en los fragmentos de un manuscrito que aparecen en el tramo final de la novela a modo de confesión y que muestran un estilo a ratos caótico, a ratos poético, a ratos lindante con el tono de los ‘Apuntes del subsuelo’ dostoyevskianos. Dicho recurso, el del asesino que imita el estilo del escritor, es un truco eficaz para disimular una limitación del propio autor del libro: justifica verosímilmente la uniformidad del estilo en las dos voces que se suponen antagónicas.
Quizá lo menos conseguido en esta obra es el empeño que muestra el narrador en convencer al lector de que ese tipo al que conoció en la niñez es un ser monstruoso. Como si, al mostrar todas sus cartas desde el inicio, al avisarnos de que va a desvelarnos la esencia del mal, esa voz que narra se encontrara con el insalvable obstáculo de que todo lo que contara sobre tamaña alimaña resultara insuficiente. Rosero no permite que el lector vaya descubriendo por sí mismo hasta dónde llega la naturaleza maligna de su personaje y, cuando ha agotado las fuerzas de su narrador en ese empresa, recurre al mismo monstruo para que nos diga lo monstruoso que es de una manera todavía más ineficaz por explícita y gesticulante. De este modo, el asesino en serie de Evelio Rosero tampoco resulta verosímil como metáfora de una violenta realidad colectiva como pueda ser la colombiana, en la que ningún militar ni paramilitar, ni narcotraficante, ni sicario del poder o del contrapoder tendría tan literaria conciencia de su depravación sino que estaría previsiblemente más cerca del pragmatismo utilitarista en la eliminación del otro y de ‘la banalidad del mal’ sobre la que teorizó en su día Hannah Arendt. De este modo también y paradójicamente, habría resultado más convincente su ‘malo fisiológico’ si le hubieran acompañado, como al V. M. Varga de ‘Fargo’, unas dosis de ‘humor Coen’.
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