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Siglo XVIII. Vestido de corte. 1748-1750.
En las orillas del buen gusto
REPORTAJE

En las orillas del buen gusto

La complicada relación entre moda y vulgaridad es el tema de una exposición en el Barbican de Londres, con el psicoanálisis como maestro de ceremonias

BEGOÑA GÓMEZ MORAL

Viernes, 18 de noviembre 2016, 12:11

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No puedo dejar de mencionar un asunto que, con frecuencia, encuentro en las gacetas: me refiero a tus peinados. Se dice que, desde la raíz del pelo, alcanzan 91 centímetros de altura y por encima aún hay plumas y lazadas». La escandalizada María Teresa de Austria no llegó a calificar de vulgar a su hija María Antonieta, aunque bien pudiera haberlo hecho. El exceso es una piedra angular de la vulgaridad, una más en la intrincada estructura expositiva que el centro Barbican de Londres dedica a la tarea de comentar un concepto acechado por la ordinariez, la chabacanería, la horterada, la grosería, la incultura, la trivialidad y una larga lista de términos a cual más temible.

La exposición trata sobre todo de la fricción entre palabras y moda cuando ésta bordea los límites del gusto. Se organiza en torno a una sucesión de aforismos, once definiciones comentadas por el psicoanalista Adam Phillips y resueltas visualmente por la comisaria Judith Clark, dedicadas a una idea capaz de suscitar suficiente recelo como para que algunos modistos hayan rehusado participar. También denota el poder del lenguaje para influir sobre objetos y modas mientras, al mismo tiempo, advierte del peligro de poner excesiva confianza en el texto: «El psicoanálisis enseña a tener precaución con lo que aceptamos como importante y por eso la vulgaridad, esa idea poderosa y cargada de prejuicio, se somete a examen con suficiente cautela como para no sustituir una certeza con otra».

Los comentarios de Phillips acompañan a piezas de alta costura. Apenas hay prêt-à-porter o prendas de consumo general. La mayoría contienen o han contenido elementos asociados a la vulgaridad, pero están consagradas culturalmente, a veces porque el paso del tiempo ha transformado su significado y otras veces por pertenecer al estrato superior de la moda actual.

El recorrido comienza con dos objetos relacionados con la ostentación, otro fundamento de lo vulgar. Uno es un fragmento de una casulla florentina hecha de paño de oro y seda, una extravagancia textil del siglo XV que representa a un tipo de prendas cuya riqueza material aportaba valor a la liturgia y que, en su momento, se sometían a leyes suntuarias: normas sobre consumo, juicio y gusto. El otro objeto es un vestido de Elsa Schiaparelli creado en 1937 y fabricado en hilo de oro trenzado con una técnica inspirada en uniformes militares del siglo XVIII y en piezas ceremoniales como la que se exhibe a su lado.

La hoja de parra

A continuación, las distintas secciones desgranan infinidad de facetas de la vulgaridad. El primer apartado trata de «lo vulgar como traducción» y lo describe como aquello que intenta «parecer algo que no es». Entran en juego los materiales de imitación y las falsificaciones, pero, entre polipiel y viscosilla, también se abre paso una interpretación como signo de movilidad enriquecedora y como fruto del encuentro entre culturas. La copia y la moda traducida invitan a imaginar el original y reafirman su calidad. El caso paradigmático se sitúa en el Renacimiento, cuando el reciclado de los mitos grecolatinos en el ámbito cristiano encontró clasificaciones del gusto en civilizaciones paganas.

La sección cuenta con elementos muy alejados de lo vulgar, como los fabulosos vestidos drapeados de Madame Grès o la colección de 1984 concebida por Karl Lagerfeld para Chloé, basada en la imitación gráfica de los pliegues de túnicas en la estatuaria griega. Un diseño de Vivienne Westwood incluso retrocede hasta la supuesta hoja de parra de Adán y Eva.

También se comenta en esta sección el fenómeno de la copia en masa: los diseños de pasarela reproducidos por las grandes cadenas. El ejemplo lo aporta H&M, que en 2012, junto a la Maison Martin Margiella, puso a la venta un vestido de alta costura impreso sobre otro de licra en una parodia de la copia que cuestionaba con humor la idea de originalidad y distribución en el sistema de la moda. Cierra la sección el vestido Mondrian de Yves Saint Laurent, incluido en la primera exposición dedicada a un modisto vivo en el Metropolitan de Nueva York. Por entonces era 1983 y ver moda en un museo resultaba controvertido, aunque fuese del divino YSL. Para algunos fue una forma de publicidad impropia de una institución dedicada al arte. ¿Era un intento de la moda de parecer lo que no es? El vestido, con el legado de copias que ha generado después, da otra vuelta al debate sobre la originalidad, esta vez en relación a la moda en sí y a su valor tanto fuera como dentro del museo.

Varios vestidos ocupan un área central visible desde varios puntos. Son atavíos del siglo XVIII usados en distintas cortes europeas, gigantescos artefactos del vestir que alcanzaban hasta los cuatro metros de ancho. Su presencia expresa la continuidad e importancia de ese periodo en la moda: «El barroco está siempre a una breve distancia de lo vulgar». Debido a los avances tecnológicos y al comercio internacional con las colonias, había café, tabaco, azúcar y especias como nunca antes. Y también sedas, encajes, terciopelos y tafetanes. Aunque fuese solo para un reducido grupo de privilegiados, fue un tiempo de lujo extraordinario que sigue inspirando a los creadores. Además, en moda, no fue solo una era de exceso asociado al lujo, sino el momento histórico en que los atuendos empezaron a valorarse de acuerdo a su novedad. A Léonard Autié y, sobre todo, a Rose Bertin se atribuye el haber sido los primeros en provocar entre sus clientes el deseo desbocado de ir por delante, la forma de ansiedad perpetua que aun hoy parece hacer latir el corazón de la moda. Un peinado o un diseño suyo era imitado de inmediato. De ese modo, las reinas y grandes damas se veían obligadas a ir más allá en un empeño cada vez más arduo: peinados de casi un metro de altura, barcos en la cabeza, batallas navales, incluso. Tenían ante sí el gusto extremo y la extravagancia como única forma de huir de lo común porque «tan pronto como algo puede ser copiado, se convierte en vulgar». La vulgaridad se revela entonces como la capacidad de convertir el buen gusto en malo. Es la imitación y es lo que se puede adquirir con dinero. Solo lo que queda fuera de ese alcance se opone a su influencia.

Logotipo a la vista

En otra sección el juego se establece en torno a la idea de escala y grado: demasiado grande, demasiado adornado, demasiado brillante. Excesivo. La vulgaridad es siempre más, nunca menos. Coco Chanel, que dejó un legado de aforismos para cada ocasión, solía decir: «Después de vestirte, mírate al espejo y prescinde de un complemento». Lo vulgar se asoma al ridículo y es enemigo del puritanismo reflejado en algunos cuadros flamencos del siglo XVI y XVII. Los vestidos oscuros esconden el cuerpo que se diluye en las sombras del fondo. Solo destaca el cuello blanco de encaje, una prenda independiente del resto donde se concentra la ornamentación del conjunto.

En el extremo opuesto, las creaciones de John Galliano o Juan Carlos Antonio Galliano-Guillén, como se presenta a veces en as entrevistas vuelven a los voluminosos guardainfantes y a las levitas cortesanas de la era napoleónica, cuando se experimentó un regreso a los estilos anteriores a la Revolución. Su tercera colección de alta costura para Dior se llamó Un viaje en el Diorient Express, «un periplo guiado por la fantasía a través de fronteras históricas y geográficas».

Del recorrido se deduce que en la naturaleza nada es vulgar: ni plantas ni animales, ni nubes ni montañas. La vulgaridad es algo construido que emana de quien la juzga. El cuerpo humano tampoco es vulgar, solo se vulgariza a través de la ropa o la falta de ella. La negociación sobre la cantidad de piel expuesta se convierte en clave de la vulgaridad y se ilustra con ropa interior usada fuera de contexto y con un sombrero hinchable en forma de labios color rosa chicle que representa, como poco, la fragmentación hipertrofiada del cuerpo.

Demasiado popular, demasiado a la moda, demasiado accesible. Todo exceso está bajo sospecha. Se trata de no perderse entre la multitud, no confundirse con los demás y, al mismo tiempo, de «necesitar la vulgaridad para distanciarse de ella». El arte pop demostró que la inspiración podía partir de lo más cotidiano y que es necesario cierto grado de reconocimiento, como muestran los dibujos Disney en creaciones de Givenchy.

En sus primeras acepciones, común era lo opuesto de aristocrático y se utilizaba para describir lo compartido y vulgar. Pero el sistema del gusto tiene la potestad de dar la vuelta al concepto en cualquier momento: al emplear tejido vaquero, un material de intachable origen ordinario, pone más que nunca en alerta al observador sobre lo que lo hace especial. Nicolas Ghesquiere, Miu Miu y unas botas enjoyadas a pierna completa de Manolo Blahnik dan cuenta de la capacidad de sofisticación del denim a través del corte y el adorno. El buzo de trabajo toma el espacio de la alta costura.

El fenómeno logo también tiene su comentario. Entre 2003 y 2008 Takashi Murakami y Louis Vuitton, bajo la batuta de Marc Jacobs, emprendieron una colaboración con el característico fondo gráfico de la marca como lienzo. Los diseños superflat de Murakami articulaban el legado visual japonés, que redujo al mínimo la diferencia entre cultura popular y alta cultura tras la Segunda Guerra Mundial. El valor del logotipo como emblema de la vulgaridad en su variante ostentosa se encuentra también en creaciones de Gucci o en la doble C de Chanel y alcanza la quintaesencia en unas botas negras anónimas personalizadas por su dueña con grandes símbolos plateados de la libra esterlina.

La pieza de tela triangular y alargada que adornaba el frente en los vestidos del siglo XVIII se llama petillo y a menudo concentraba el mayor esfuerzo ornamental del conjunto. Hoy algunas de esas autenticas joyas sobre tela son lo único que queda de las siluetas extremas de aquellos trajes y sobreviven en las colecciones textiles cuando las ingentes cantidades de tejido de la falda se reutilizaron hace siglos. Los petillos acentuaban la forma femenina y, mucho antes de lo que se pueda imaginar, se adornaban con lentejuelas rudimentarias, fragmentos de metal aplastado y pulido hasta brillar que la exposición sugiere como la expresión mínima de la vulgaridad.

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