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Antonio Machado en el café de las Salesas.
Atardecer interior
VETAS PROFUNDAS

Atardecer interior

Antonio Machado echa cuentas consigo mismo y concluye que es preferible padecer el mal de amores a adentrarse en el ocaso de la vida

FERNANDO ARAMBURU ANTONIO MACHADO

Viernes, 30 de septiembre 2016, 16:55

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Uno frecuenta prólogos, reseñas, estudios, con el deseo natural de aprender. En no pocas ocasiones se topa con frases del tipo: Este es uno de los poemas más logrados del autor. O ya sin freno: Es su mejor poema. A menudo me he preguntado con qué instrumento se mide tal cosa, pues es el caso que semejantes afirmaciones suelen quedar colgadas en el aire o sostenidas por razonamientos apenas fundados.

Confieso haber cometido alguna vez el mismo gesto arbitrario, llenándome por unos instantes la boca de rotundidad sentenciosa. Quizá sólo traté de decir que aquella composición elevada por mí a la cumbre del arte poético me gustaba mucho, era objeto de mi predilección, despertaba en mí una inclinación afectuosa. Es lo que me pasa con el poema Yo voy soñando caminos. ¿Merece ser conceptuado como uno de los mejores que compuso Antonio Machado (1875-1939)? Seré sincero: lo ignoro. Lo único que sé a ciencia cierta es que lo llevo en mi memoria literaria y en mis preferencias emotivas desde antes incluso de convertirme en lector asiduo. Incurriría, pues, en una impostura si aparentase que hablo objetivamente de un texto que amo; aún más, de un texto que forma parte inseparable de los cimientos de mi formación cultural.

Lo recuerdo reproducido en un manual de Lengua y Literatura de mi época escolar. Tampoco he olvidado la ilustración que lo acompañaba. Décadas después, durante mis años de docencia, reapareció en otro libro de características similares, aunque de impresión más moderna. Ahora me tocaba a mí explicarlo y a los alumnos entenderlo y, si acaso, disfrutarlo. Juzgo inadmisible que los lectores hayan de establecer forzosamente una vinculación digamos profesional, de presuntos expertos, con la poesía. Este supuesto, tan extendido como erróneo, no hace sino apartar a muchas personas de los libros de poemas. Yo miro dentro de mí y descubro innumerables vestigios del pasado, y veo unos cuantos poemas célebres que ayudan a entender al hombre que uno es. Entre ellos se encuentra el de Antonio Machado.

El paso del tiempo

El poeta lo incluyó en la primera sección de Soledades. Galerías. Otros poemas (1907), reedición ampliada de su primer libro, Soledades, publicado cuatro años antes, al que impuso en el entretanto una serie de supresiones y numerosos añadidos. Yo voy soñando caminos es, por tanto, anterior a la llegada de Antonio Machado a Soria. Precede igualmente a la poesía que con justicia más fama le granjeó, la consagrada al paisaje de Castilla. De hecho, la combinación de redondillas y cuartetas confiere al poema un aire añejo, como de poesía del siglo XIX, intimista y romántica. Lo cual, hoy, ¿qué nos importa? Tampoco lo que entonces se denominaba modernismo nos puede parecer novedoso al cabo de un siglo.

No es difícil advertir que el poema se asienta sobre una delgada estructura narrativa. De atardecida, un hombre solitario va andando sin rumbo (a pesar de su condición de viajero) por un camino situado en un paraje campestre, se abisma en meditaciones graves y evoca una canción. La circunstancia de que sueñe caminos, en plural, nos lleva a pensar que sus paseos o sus marchas a pie constituyen para él un hábito, acaso un rito, el rito de un viajero constante para quien la soledad y la pena asociada a la ausencia de la pasión amorosa y al inexorable transcurso del tiempo son estados permanentes.

Soñar caminos equivale a imaginarlos. Quizá no esté de más añadir a modo de inciso que Yo voy soñando caminos se publicó por vez primera en la revista Ateneo, en 1906, con el título de Ensueños. Y, en efecto, este paisaje de atardecer con árboles y colinas tiene la índole de una creación poética. No es exactamente un espacio geográfico; antes bien, un escenario destinado a albergar la introspección. Se dijera que el sujeto poético deambula por su propia alma, esto es, por una dimensión interior de la persona a la que el poeta ha dado en sus visiones la forma de un paisaje. Dicha forma, en combinación con la hora crepuscular, cumple una función claramente simbólica dentro del poema.

¿Cómo no ver en el camino ideado por Machado el trayecto vital, de destino incierto, que recorre un ser humano, un viajero de la vida, desde el nacimiento hasta su última toma de aire? ¿Acaso la hora avanzada del día («la tarde cayendo está») no induce a relacionar los distintos momentos de la jornada con las edades del hombre, desde la mañana que representaría la infancia, pasando por el mediodía que es la madurez, hasta la decadencia final simbolizada por la tarde, preámbulo de la muerte o noche en que ya están desapareciendo poco a poco, sumiéndose en la falta de luz, el camino y el hombre que por él transita?

El caminante evoca una canción en la soledad del sendero. Puede ser que la vaya tarareando. El hecho de que se refiera a ella como «mi cantar» abona la idea de que él mismo la haya compuesto. En todo caso, no hay duda de que constituye el contenido de su meditación y expresa una queja suya. Dicho de otro modo, al caminante le ha sucedido lo que la canción cuenta. Él fue quien vivió una experiencia amorosa que lo hacía sufrir; quien se libró de la causa del dolor (la espina) a costa de tornar insensible el órgano del amor (el corazón); sus días quedaron vacíos y, sobre todo (y aquí reside el verdadero drama del sujeto poético), ha pasado el tiempo y con él se esfumó la ocasión de experimentar las pasiones amorosas reservadas a la juventud.

Conexión emocional

El poeta echa cuentas consigo mismo y llega a la conclusión de que es preferible padecer el mal de amores a adentrarse sin vuelta posible en el ocaso de la vida. El desánimo que tal pensamiento le produce repercute de inmediato en el paisaje circundante, que queda un momento «mudo y sombrío», como caviloso, prueba de que entre el paisaje y el hombre existe una conexión emocional. Reitero la sugerencia de que el poeta divaga por su propia alma.

El poema de Antonio Machado (Manchado, decíamos de broma los niños) que yo leí por vez primera en el colegio y el que leo ahora, cada vez más cerca de entrar en las horas vespertinas de mi vida, es el mismo. En todas estas décadas transcurridas desde entonces nadie le ha cambiado una coma. Y, sin embargo, la manera como yo activo en la actualidad su significación y el efecto que esta hace en mí no guardan similitud alguna con nada de lo que yo extraía al texto en mi lectura lejana.

No recuerdo con exactitud la impresión que me causaba el poema. Conociendo al niño que fui, supongo que me complacería su aparente sencillez, lo que me evitaría problemas en el caso de que el profesor lo emplease como materia de examen. Quizá mi interpretación cándida estaba determinada por la ilustración que acompañaba en el libro al poema. O me llamaron la atención las rimas, tan útiles a la hora de memorizar el texto. Hoy no puedo ver al caminante que entona su canción lastimera por el camino como una figura ajena a mí. Uno constata tristemente que ha terminado convirtiéndose en el hombre solitario que está a punto de borrarse en la tarde.

YO VOY SOÑANDO CAMINOS

Yo voy soñando caminos

de la tarde. ¡Las colinas

doradas, los verdes pinos,

las polvorientas encinas!...

¿Adónde el camino irá?

Yo voy cantando, viajero

a lo largo del sendero...

-La tarde cayendo está-.

«En el corazón tenía

«la espina de una pasión;

«logré arrancármela un día:

«ya no siento el corazón».

Y todo el campo un momento

se queda, mudo y sombrío,

meditando. Suena el viento

en los álamos del río.

La tarde más se oscurece;

y el camino que serpea

y débilmente blanquea

se enturbia y desaparece.

Mi cantar vuelve a plañir:

«Aguda espina dorada,

«quién te pudiera sentir

«en el corazón clavada».

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