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La Fundació Tàpies de Barcelona acoge ahora una muestra de los trabajos del cineasta alemán Harun Farocki.
Viaje de ida  y vuelta
REPORTAJE

Viaje de ida y vuelta

La pantalla atrae a los artistas al generar público cautivo y la creación plástica a los cineastas por toda la libertad que otorga

Gerardo Elorriaga

Viernes, 10 de junio 2016, 12:40

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En los años sesenta, los jóvenes estudiantes Holger Meins, Wolfgang Petersen y Harun Farocki fueron apartados de las aulas de la Academia de Cine y Televisión de Berlín por participar en protestas contra el método de enseñanza de la entidad. Curiosamente, aquellos tres compañeros seguirían destinos completamente diferentes. El primero, enrolado en el grupo Fracción del Ejército Rojo, murió en la cárcel en 1974 tras una dura huelga de hambre; el segundo, después de conseguir el reconocimiento de la crítica con su claustrofóbica película El submarino, entraría en el circuito más comercial de Hollywood; y el tercero protagonizaría una carrera peculiar. «Farocki es miembro de la generación de Fassbinder o Wim Winders, pero reniega del concepto de cine como un producto para el ocio, sustenta que es un instrumento político y desarrolla una obra que cuestiona las formas dominantes de comunicación», explica Carles Guerra, director de la Fundación Tàpies, entidad que le dedica una exposición actualmente (hasta el 16 de octubre). Su obra sobre la revolución rumana, estrenada en 1992, convocó tan sólo a un espectador en su estreno, mientras que aquellas que exhibía en el Centro Pompidou eran contempladas por miles de personas. «Sus instalaciones, con doble pantalla, permiten al público editar su propia película».

El tránsito entre el cine y el museo no es un recorrido habitual, pero algunos autores lo han llevado a cabo en un itinerario bidireccional que refleja la conexión entre la gran pantalla y las artes tradicionales. Hallamos directores, no demasiados, que han simultaneado la realización de películas con carreras en el ámbito de la pintura, la escultura o la videoinstalación, y encontramos figuras procedentes de la plástica, tampoco numerosas, que han llevado a cabo incursiones en la narrativa fílmica más convencional.

No se trata de un empeño sencillo. «Porque el cine canónico tiene unos códigos precisos», advierte el responsable de la entidad catalana. «Exige producir de determinada manera, una duración, fuentes de financiación, que discriminan». En los ochenta, una serie de autores norteamericanos superó esos obstáculos y se hizo con los medios suficientes para poner en marcha sus proyectos. The Pictures Generation, tal y como los bautizó el Metropolitan Museum de Nueva York en la exposición colectiva que les dedicó en 2009, es un colectivo vinculado estéticamente por la apropiación de imágenes procedentes de los mass media que no se resistió a la tentación de dirigir.

Críticas acerbas

Los reputados David Salle, Cindy Sherman o Robert Longo rodaron sus respectivas películas, aunque el empeño apenas tuvo continuidad. Además, la recepción no fue especialmente generosa con proyectos delirantes como Office Killer, de la gran fotógrafa, calificado como un tosco trabajo de aficionados, según algunos críticos, o la grotesca demostración audiovisual de su habitual juego de roles, en opinión de otros. La excepción más venturosa la protagonizó Julian Schnabel, que retrató la escena artística neoyorquina de su época en Basquiat, alentó la carrera hollywoodiense de Javier Bardem con Antes que anochezca y ganó dos Globos de Oro con La escafandra y la mariposa.

En cualquier caso, ni siquiera ellos escaparon a los imponderables del cine entendido como un producto comercial. Longo dirigió a Keanu Reeves en Johnny Mnemonic, thriller cyberpunk que había sido concebido como una creación independiente y modesta hasta que Sony se hizo con sus derechos y lo transformó en un fallido blockbuster. Entre sus actores también se hallaba Takeshi Kitano, otro ejemplo de carrera artística polifacética. El actor y director japonés incluyó en Hana-bi, una de sus obras maestras, imágenes de pinturas propias, aunque su capítulo de intereses plásticos abarca la escultura, el vídeo y la instalación. Cierto humor naif caracteriza una labor extensa que su propio artífice defiende modestamente. «Si alguien piensa que esto no es arte, no me ofenderé», ha confesado.

Conseguir el éxito en la gran pantalla se antoja difícil cuando uno se llama Steve McQueen. La larga sombra del protagonista de La gran evasión parece monopolizar un nombre ligado al cine clásico y, sin embargo, 35 años después de la muerte del actor norteamericano, el nombre vuelve a la actualidad encarnado en un director británico de origen caribeño. Su triunfo resulta aún más sorprendente porque la crítica cinematográfica y la plástica han coincidido en la capacidad para desarrollar una fructífera trayectoria tanto en la videocreación como en el ámbito de las producciones comerciales.

El dominio de ambos lenguajes le ha otorgado algunos de los máximos reconocimientos posibles en los dos ámbitos. El realizador cuenta con el prestigioso premio Turner y ha logrado el Oscar, el Globo de Oro y el Bafta con su película 12 años de esclavitud. En el aspecto cinematográfico, deslumbró con Hunger, el relato de la huelga de hambre de los presos de IRA, y alcanzó el prestigio internacional gracias a Shame, la historia de un adicto al sexo, mientras que, dentro de su planteamiento más plástico, cabe destacar que representó a Gran Bretaña en la última Bienal de Venecia y acaba de participar en la colectiva Open Plan del Whitney Museum con una videoinstalación en torno a Paul Robeson, un artista que fue víctima del mccarthysmo.

El caso del otro McQueen constituye una circunstancia excepcional, aunque la relación entre ambas disciplinas ha sido muy fructífera, principalmente a partir de las vanguardias históricas. El cine expresionista alemán, con autores de la talla de Ernest Lubisch, Fritz Lang o Friedrich Murnau y el surrealista, impulsado por René Clair o Luis Buñuel, surgen vinculados a las corrientes estéticas de principios del siglo XX y acaban ejerciendo su influencia en Hollywood, habitual destino de los directores exiliados con el advenimiento del totalitarismo.

La relación entre la dirección de cine y ámbitos aledaños como la realización televisiva, la escenografía y la literatura, se encuentra profusamente documentada, pero no han abundado los autores que simultaneen la creación plástica, incluida la videocreación, y la narración convencional. Entre las excepciones, destacan diversos ejemplos de estudiantes de Bellas Artes que mudaron los pinceles por la cámara sin renunciar a sus ambiciones estéticas. A ese respecto, Peter Greenaway y Derek Jarman mantienen una similar trayectoria, a pesar de la peculiaridad de sus intereses.

Los dos británicos nacieron en 1942 y su formación académica es pareja. El primero cursó estudios de pintura durante cuatro años en la prestigiosa Walthamstow College of Art y el segundo en la Slade School of Art, quizás la más reputada de las islas. Algunos críticos aseguraban que la proyección del joen Jarman como pintor durante la década de los sesenta lo convertiría en el sucesor de David Hockney, pero las previsiones erraron porque el cine concentró gran parte de sus inquietudes.

Evolución

No obstante, el realizador de obras de intenso homoerotismo y narrativa singular no renunció a la obra pictórica. Las últimas retrospectivas muestran su evolución desde las primeras composiciones ligadas al expresionismo abstracto más equilibrado hasta las últimas piezas, manchas donde predomina el gesto, la visceralidad y la palabra, con desgarradas alusiones a la condición sexual y el dolor provocado por el sida, la enfermedad que acabó con su vida. Blue, la última película, además puede interpretarse como un lienzo de intenso color azul que se proyecta en el tiempo a través de una banda sonora.

La Historia del Arte también ha proporcionado algunos de los títulos emblemáticos de uno y otro. Caravaggio es la obra más conocida de Jarman, mientras que Ronda de noche y Rembrandt, jaccuse constituyen el homenaje de Greenaway al maestro del barroco holandés. El esteta del cine británico, objeto de pasiones encontradas, ha llevado a cabo performances con proyecciones sobre La última cena de Leonardo da Vinci y participó en la Bienal veneciana con una exploración digital de Las bodas de Caná de Veronese, proyecto en el que mezclaba imagen, música y diálogos escritos por él mismo.

Al otro lado del Atlántico, la carrera de David Lynch también participa de un recorrido parejo. El director de El hombre elefante o la perturbadora serie de televisión Twin Peaks, cursó estudios de pintura y escultura en Filadelfia e, incluso, viajó a Austria para formarse junto a Oskar Kokoschka, aunque el intento no prosperó. Según sus propias palabras, la estancia académica en una de las mayores ciudades de Estados Unidos y la pintura de Robert Henri, un pintor local que retrató el lado oscuro de la ciudad, le proporcionaron muchas de las turbadoras imágenes que vertió en el cine, convertido en su actividad preferente a partir de los años setenta.

El ejemplo de Pasolini

Hay figuras que no renuncian a ningún ámbito para el análisis y la experimentación. Como los artistas del Renacimiento, su campo de actuación se extiende sobre diversas disciplinas. Pier Paolo Passolini era un intelectual, una de las conciencias críticas de aquella Italia que, en la década de los setenta, aspiraba a la modernidad, pero que sufría el lastre de la corrupción, la intolerancia y el sectarismo político. El cineasta, figura independiente e incómoda para todo el abanico político, canalizaba sus múltiples inquietudes a través de la poesía, la novela, el ensayo, la música o las artes plásticas. La exposición que le dedicó el MoMa en 2013 pretendía reunir ese universo de formas y disciplinas.

Los investigadores trazan un vínculo entre su cine y la Historia del Arte. Las tensiones estéticas del Barroco se proyectan en sus obras, también ambientadas en un periodo tan convulso como la Italia violenta de los años setenta. Sus narraciones visuales, a menudo con puestas en escena que simulaban tableaux vivants, se hallan muy influidas por el manierismo barroco, mientras que las figuras que pueblan los dibujos y pinturas del maestro transalpino parecen deudoras del legado cubista.

La simultaneidad entre la gran pantalla y el lienzo ha seguido manifestándose en la dedicación a la pintura de Dennis Hopper o Gus Van Sant, y las películas del escultor Philip Haas, por ejemplo. El cine, a menudo, monopoliza a los creadores, y se convierte en el vehículo idóneo para manifestar una formación en las bellas artes e inquietudes formales que materializan no en el lienzo, sino a través de la cámara. «Seduce porque hablamos de una obra que atrapa al espectador y genera una audiencia cautiva, lo que es muy atractivo para un artista», apunta Guerra.

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