'Barbarroja (Akahige)'

En el abrazo físico de buena parte de sus fotogramas se desprende no sólo la madurez del cineasta, sino eso que llamamos estilo. Akira Kurosawa macera a sus personajes y deja que la ficción, una historia de humanismo y barbarie, destile su esencia. Ambientada en el siglo XIX, la historia presenta a un joven médico engreído que tras regresar a su hogar es destinado a una clínica con escaso futuro bajo la dirección de un doctor al que llaman Barbarroja.

A lo largo de tres horas de equilibrio y pureza visual, de hondura y lucidez, el cineasta de 'Rashomon' firma una de esas radiografías humanas que mezcla emoción, poesía y desgarro. Con su actor fetiche al frente, Toshiro Mifune –precisamente ambos terminaron su relación tras finalizar este filme – la cinta de los sesenta, de un creador siempre entre los referentes de Dostoievski y Shakespeare, certifica la inquietud humanista del director de 'Los siete samurais'. Hay una exposición de lo absurdo, una sublimación de lo cotidiano y un desnudo integral de la moral de los personajes.

Un flujo de microhistorias acompaña el retablo y el retrato general. Pero donde 'Barbarroja' se eleva, en su juego de maestro y aprendiz, de experiencia y conocimiento, es en la elegancia visual que transparenta la cámara de Kurosawa. Tradición y vanguardia, lo oriental y lo occidental, la paciencia y la ansiedad, lo material y lo espiritual, ritmos y flujos diferentes, latidos de vida entendida de maneras diferentes es lo que subyace en el duelo de miradas ante el mundo de dos médicos.

La belleza de las imágenes, el talento, la estilización, la forja de la mirada, los plano secuencias dominan una narración que muestra claramente la evolución del carácter, moral por supuesto, de los personajes o episodios como un envenenamiento familiar. Frente al mitin, la mirada militante, Kurosawa fija su mirada en cierta bondad. El director reinventa la textura del melodrama, se mueve en una burbuja sobre los conflictos humanos y se desmaya en una mezcla de naturalismo, humanidad y mirada existencial.

Kurosawa es el cirujano que disecciona con el bísturí de una cámara limpia y, como un entomólogo, observa los detalles del derredor y deja que la mirada del espectador se derrame por todas las señales de vida. No le interesa mostrar todo de una manera directa, absoluta, rotunda, celérica. El filme se deja llevar a sí mismo.

Comienza con un techo y de espaldas. Y lo iniciático va empapando la propia mirada del testigo que asiste a una historia donde de una manera cercana o distante pide implicación, empatía, opinión, reflexión. Con el precedente de 'Duelo silencioso' donde ya aparecía el mundo de la medicina, el cineasta de 'Vivir' traza un relato de valores, de defensores de los afectos frente a la mera contemplación. El 'emperador'Kurosawa aborda el retrato de ese paisaje de la condición humana entre el aprendizaje, los prodigios y placeres, el realismo y la fantasía, la emoción y la sorpresa. El maestro juega así a ser directo unas veces y a la elipsis casi siempre.

Complicidad y sentido emocional plasmados en retratos como el de la seducción de la mujer loca, o ese flashaback independiente del moribundo que cuenta su vida como si fuese un cortometraje insertado de manera natural. Solidaridad y generosidad se entrelazan como corrientes alternas que arrojan un magisterio de vida.