Borrar
Romy Schneider y Harvey Keitel son los protagonistas de la película.
'La muerte en directo': exhibicionismo mediático

'La muerte en directo': exhibicionismo mediático

Hay pocas películas que posean tal hipnótica cadencia y flujo y que destilen esa prosa y poética extrañeza existencial, que atrapa y obliga a volver a ellas como si de una geografía familiar se tratara

Guillermo Balbona

Jueves, 14 de julio 2016, 14:31

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Hay algo visionario, extraño y catártico en esta cinta de atmósferas que tan pronto se escapa de las etiquetas como diluye los géneros. Contundente y clarividente, fábula o parábola, juego moral y denuncia, la década de los ochenta comenzaba con el documento visual de 'La muerte en directo'. Bertrand Tavernier se anticipó con una mirada en clave de ciencia ficción que revelaba lo que es hoy carne de cañón, norma de audiencia, ley obscena: ese exhibicionismo mediático, esa querencia por la conversión de todo en espectáculo. "El cine tiene que mostrar, sin miedo, los efectos de la violencia", aseguraba el cineasta francés en sus reflexiones sobre su concepción del lenguaje de nuestro tiempo.

A modo de señal futurista, el cineasta 'La vida y nada más', que nunca ha rehusado profundizar en territorios áridos, polémicos e incómodos, agita la mirada propia y zarandea la ajena a través de un cuento en apariencia curioso que resulta encendido e incisivo. El cineasta adelantó las entrañas de los abusos de la televisión basura al describir de una forma seca y sin efectismos cómo un reportero televisivo con una cámara implantada en el cerebro, graba a una enferma terminal para emitir esas imágenes en un popular programa.

Desde que dirigió su primer largometraje, 'L'horloger de Saint-Paul' ('El relojero de Saint-Paul'), seis años antes de la película que nos ocupa, Tavernier dejó claro que lo suyo era un cine comprometido, que utilizaría la imagen como resorte reflexivo, vía de denuncia y, por supuesto, como testigo activo, de introspección más que de observación, de una realidad que debe ser diseccionada sea cual sea su dimensión o trascendencia. Al principio respetada, 'La muerte en directo' no provocó especial ruido pero su ejercicio de lucidez al desnudar la frialdad sin sentimientos de la televisión, del poder de la imagen, de la vigilancia, de la privacidad amenazada, acabó por revalorizar lo que es hoy un clásico moderno. Hay pocas películas que posean tal hipnótica cadencia y flujo y que destilen esa prosa y poética extrañeza existencial, que atrapa y obliga a volver a ellas como si de una geografía familiar se tratara. Es lo que sucede con 'La conversación' de Coppola, con 'Belle de jour' de Buñuel, o con el 'Blow-up' de Antonioni. Tavernier apostó por un reparto internacional para este filme que situó su futurismo apenas una década después, quizás consciente de que los acontecimientos, como así fue, iban a avanzar de forma celérica.

Ambientada en Gran Bretaña, en ella predominan los no lugares urbanos de una Glasgow impersonal pero global, también extrañamente reconocible como un sitio que hubiese sido visitado entre sueños, desde ese maravilloso travelling inicial en el cementerio a las avenidas e interiores que vemos por partida triple: con nuestro ojo, con la cámara instalada en el personaje que encarna Harvey Keitel y con la cámara de Tavernier. Adaptación de un libro de David Compton, quien llegó a decir que el guión era mejor que su texto original, el filme fundamenta su discurso en un interrogante surgido de la mentalidad y la propia mirada del creador: "¿Hasta dónde tenemos derecho a llegar para obtener emociones?". El realizador francés, ayudante de directores como Claude Chabrol y Jean-Luc Godard y heredero natural de la nouvelle vague, emergió con silenciosa solidez con narraciones comprometidas y de una gran entereza moral.

Es el caso de esta amarga parábola sobre la muerte como espectáculo y la manipulación del individuo. Aunque el guión presenta algunos resquicios, la intensidad de ese paisaje de desasosiego e indefensión convierte la obra en un melancólico tratado sobre un paisaje social desolador: la retransmisión en directo de la muerte humana como deseable espectáculo, solo interrumpida en su descripción obscena y en su destino por las pausas publicitarias. Ahora que en cartelera Jodie Foster se ha atrevido con gracia pero de forma inofensiva en 'Money monster' a meter la cámara entre las cámaras para subrayar las capas de manipulación subliminal del sistema, se revela su inocencia, 35 años después, frente a la desgarradura de la cinta de Tavernier. Solamente desde la sátira alcanzó cotas igualmente agresivas y eficaces, Peter Weir en 'El show de Truman'.

Paradójicamente el cineasta de 'Ley 627' (filme que provocó un cambio de legislación en Francia) no se muestra visceral ni virtuoso ni busca notoriedad visual alguna. 'La muerte en directo' es sobria y fría, invulnerable, desgajada de toda empatía, salpicada por unas interpretaciones desasosegantes. La convulsa ecuación entre drama y ciencia ficción no resulta tan obvia como cabía esperar. El filme busca desconcertar y no se ampara en asideros fáciles. Romy Schneider, hermoso ángel, fue una elección acertada pero también premonitoria, dado que la actriz austríaca fallecería dos años más tarde en extrañas circunstancias. El reparto se completó con Harry Dean Stanton. Fascinación y miedo sustentan la atracción y repulsión de esta creación profética, una ficción hoy igual de reveladora y lúcida pese a que los retorcidos reality shows han hecho de su futurismo un macabro espejo del presente. Pero Tavernier transparentó todas las claves: una sociedad sin imaginación que necesita de estímulos; el peso y el precio de la fama y la popularidad; la televisión, lo catódico y la dictadura de la imagen; las vidas en venta y ese estado latente de artificio y manipulación con el que el poder narcotiza a sus ciudadanos.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Publicidad

Publicidad

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios