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Tres de las protagonistas de 'Picnic en Hanging Rock'.
La poesía de 'Picnic en Hanging Rock'

La poesía de 'Picnic en Hanging Rock'

Fresco o cuento sobrenatural, elogio del enigma, que construye una metáfora sobre la represión y la libertad, el pulso entre naturaleza y puritanismo

Guillermo Balbona

Jueves, 30 de junio 2016, 16:27

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Tempus fugit. Lo sobrenatural como personaje. La poética de la extrañeza. Pocas veces una película alcanza, propone y logra un estado de empatía tan acusado y agudo a través de una gran elipsis, de un no lugar y un tratado de lo desconocido. Lo ignoto, el misterio desmayado como un fluido entre las imágenes es el verdadero protagonista de una historia que funde sensualidad, sexualidad, deseo y hondura silenciosa como si el tiempo fuese a desvanecerse, dejando claro que todos los finales rotundos, clarificadores y matemáticos son falsos. 'Picnic en Hanging Rock' es una invitación a profundizar en ese otro lado de las cosas, en este caso en femenino plural, a indagar en el sueño y en el exilio interior de cada experiencia emocional. El australiano Peter Weir no busca el asombro fácil, tampoco el enigma críptico de lo aparente. El cineasta, que firmó esta joya en los setenta en sus inicios creadores en su propio país, reinventa una geografía para abordar la historia de la desaparición de tres chicas y una maestra el día de San Valentín de 1900 durante una excursión a Hanging Rock, una región australiana montañosa de paisaje imponente. El cineasta de 'El show de Truman' elude la etiqueta 'basada en hechos reales' y adapta una novela de Joan Lindsay para generar un estado de ansiedad poética vertebrada por una poesía de la sugerencia y de la fascinación con pulso, que atraviesa todas las fronteras de lo misterioso y se adentra en lo onírico a tientas, sin desvelar más que lo necesario. Antes de que Weir asumiera ciertas concesiones comerciales y fuese abducido por la gran industria, dejó un rastro de cine de autor con títulos como 'La última ola' y 'Galípoli', envueltos en una atmósfera singular, subyugante, aunque a lo largo de su carrera nunca ha perdido el pulso narrativo.

El paisaje semidesértico, el combate entre la civilización y la naturaleza, lo aborigen, lo primitivo y lo atávico mezclado con un territorio de deseos y sueños que se traduce en un mágico desencuentro reflejado en ese universo ubicado al noroeste de Melbourne. En realidad un paisaje neutral, sin latido temporal, donde las constante vitales de los personajes se miden a través de un constraste entre lo cotidiano y lo extraño, entre lo convencional y lo transgresor, entre lo evidente y lo insinuante y entre lo edulcorado y lo violento. En Weir no hay exhibicionismo ni agresividad visual, ni retórica. Todo es transparente, cristalino, aunque se eluda la resolución rotunda, y se evite descifrar las claves.

La ironía no falta. Hay un discurso directo sobre la época victoriana y el costumbrismo, y otro subliminal, que subyace en los gestos, en los planos sostenidos, en la delicadeza sensual de la belleza de las jóvenes adentrándose en la dureza del paisaje. En la aparente sencillez, en la fluidez de los acontecimientos lineales y en las sugerencias que se suceden con destreza. Desaparición verídica o no, misterio permanente.

Poco importa. Weir mucho antes de que asomen los interrogantes ha dejado un rastro sobrecogedor. Su filme está cruzado por una inquietante sombra de gozo y dolor, de placer y culpa, de atracción y vértigo. La factura visual de Picnic subraya esa mezcla entre el lirismo y el espanto.

Suicidio, secuestro....Frente a la prosa del suceso, el cineasta de 'La costa de los mosquitos' se asienta en ese paisaje de silencios y cuerpos, de sueños y secretos, de intimidad frente a la monumentalidad de la naturaleza. Buena parte de la fascinación de la cinta reside en contraponer visual, musical y dramáticamente su estructura de díptico: una primera destinada a las personalidades de las protagonistas, su convivencia en un tono pasional y vital, que nunca esconde la complicidad homosexual coral. En la segunda parte las sombras, la dimensión del enigma, lo inquietante, el poder de la naturaleza toman el mando en tono, ritmo y vocación de atmósfera. La sociedad victoriana de provincias, los prejuicios de clase, el constante pulso entre encanto y misterio tienden una capa a modo de fresco o de cuento sobrenatural.

Pero donde Weir muestra su talento es en la descripción sutil de un ambiente en el que luchan represión y deseo, la doble cara que domina la historia y su puesta en escena. También se exprime el contraste y el equilibrio tenso entre lo salvaje y lo civilizado, lo domesticado y lo abrupto, con la naturaleza como metáfora de la libertad, donde belleza y peligro se conjugan en una ecuación en la que asoma lo siniestro y la ambigüedad moral, la liberación y el puritanismo. Otro factor de inteligencia es ese nuevo juego dual entre un arranque vaporoso, rozando lo cursi, y el creciente, intenso tono de desasosiego que acaba por ahogar la mirada de lo bello y, creemos, también mortal. El director australiano, que un año antes había rodado 'Los coches que devoraron París', hizo hincapié en la economía narrativa y en el clima sensorial. Entre la flauta de pan y Beethoven, lo convencional y el desgarro, entre la inocencia y la violencia soterrada, Weir invita a un paseo de sensaciones encontradas en el que triunfa el valor profundo de un sueño.

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