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Paul Schrader, en la Seminci.
Paul Schrader: el cine como religión

Paul Schrader: el cine como religión

El cineasta vuelve a la Quincena de Realizadores de Cannes para presentar 'Dog Eat Dog', tres años después de encajar las demoledoras críticas al último largometraje que presentó en la hoguera de egos de la Costa Azul

Josu Eguren

Jueves, 19 de mayo 2016, 18:29

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 El hombre que desfiguró a golpes el alma torturada de Jake LaMotta y reencarnó al 'Pickpocket' (1959) bressoniano en un gigoló vestido de Armani vuelve a la Quincena de Realizadores de Cannes para presentar 'Dog Eat Dog', tres años después de encajar las demoledoras críticas con las que fue despachado el último largometraje que presentó en la hoguera de egos y vanidades de la Costa Azul.

El apellido Schrader sigue invocando el mito del 'Nuevo Hollywood' abierto en canal por el bisturí de Peter Biskind en las páginas de 'Easy Riders, Raging Bulls' (1998) pero, por encima de todo, habla de un converso tardío a la fe cinemática que apostató de la doctrina de Iglesia Reformada Holandesa para entregarse con fervor al oficio de escribir y dirigir películas.

 

 Su infancia en el seno de una estricta familia calvinista, gobernada a hierro y sangre por un padre maltratador y abusivo, con el que ajustó cuentas en 'Aflicción' (1997), marcó profundamente la visión de un director que descubrió el cine en su etapa adolescente, y se inició en el arte de la escritura poco después de tomar contacto con la influyente crítica estadounidense Pauline Kael. A imagen de la hija de George C. Scott en 'Hardcore: un mundo oculto' (1979), Schrader truncó su futuro como ministro reformista para descender a los infiernos de una cinefilia, a mitad de camino entre lo metódico y lo compulsivo, que le llevaría a cursar estudios de cine en UCLA. Primero como escritor y guionista (la fama de 'Taxi Driver' ha eclipsado su extraordinaria labor en la sombra de 'El ex-preso de Corea', de John Flynn), y más tarde como director con sello y denominación de origen personales e intransferibles, Schrader ha edificado una penetrante mirada sobre la soledad, la adicción, la violencia y la degeneración humanas que no ha perdido un ápice de intensidad desde que se estrenó con 'Blue Collar' en 1978.

 

Azote crítico de la cinefilia high brow más conservadora (sus dardos se han clavado en figuras totémicas como Hsiao-Hsien Hou y Peter Bogdanovich), Schrader ha compaginado su febril producción cinematográfica con la redacción de textos fundamentales en los que exhibe una erudición rayana en el esnobismo: 'El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer' (1972); y 'Canon Fodder', un encargo de la editorial Faber & Faber que se planteó como espejo del canon literario de Harold Bloom, del que Schrader se apeó justificando su decisión en un extenso y brillante artículo publicado en la prestigiosa revista de análisis cinematográfico 'Film Comment' (en su reflexión final cita 'La regla del juego', de Jean Renoir, como título imprescindible en la elaboración del corpus).

 

En paralelo a su compleja relación con Martin Scorsese (el azar y la agenda de Brian De Palma conspiraron para que se cruzasen los caminos de ambos genios asmáticos), Schrader abrió una etapa de efervescencia creativa que le llevó a dirigir consecutivamente dos largometrajes donde se observa el profundo contraste entre la depuración y el estilo trascendental que alababa en su literatura crítica y el realismo psicológico sobre el que se fundan los personajes de Jake VanDorn ('Hardcore: un mundo oculto') y Julian Kaye ('American gigoló'). Las influencias cruzadas de Robert Bresson y Michelangelo Antonioni, sometidas por el propio Schrader a un riguroso ejercicio de autoanálisis, se solapan a medida que se agrava una voz con la que proyecta un abanico de obsesiones de marcado carácter teológico. Si 'Hardcore' es la exposición de los efectos dramáticos producidos por la severa interpretación de la teología calvinista en el tapete de un western urbano crepuscular (Depravación total, Elección incondicional, Expiación limitada, Gracia irresistible), 'American gigoló' y 'Posibilidad de escape' (1992) escenifican el conflicto que sacude el alma de un héroe existencialista (un prostituto/un dealer) que comparte rasgos de identidad con los protagonistas de 'The Walker' (2007) y 'Taxi Driver' (1976): sendos exorcismos de los fantasmas del pecado y la culpa ribeteados por una radiografía de la moral corrupta de la sociedad americana.

La caída de la gracia (escenificada gráficamente con el salto al vacío de Dana Delany en 'Posibilidad de escape') es uno de los temas centrales de una filmografía que cierra el camino a la redención para converger con Bresson y la filosofía jansenista quebrada momentáneamente en ese ensayo sobre las máscaras de la belleza y lo efímero que es 'Mishima: Una vida en cuatro capítulos' (1985), espléndida indagación en las contradicciones del dramaturgo japonés que podría resumirse con la cita de Walter Pater que abre 'Forever Mine': "Es la adición de extrañeza a la belleza que constituye el carácter romántico en el arte". El juego de máscaras vuelve a hacerse notable en 'Desenfocado' (2002), un biopic del malogrado actor cómico Bob Crane con el que Schrader profundiza en la espiral autodestructiva que consume a un adicto al porno parapetado en una fachada de sexualidad reprimida. Apenas Harold Pinter, con su hipnótica adaptación de 'El placer de los extraños', de Ian McEwan, ha sido capaz de medirse con la personalidad de un autor que trasladó su fascinación por la otredad al escenario de una Venecia decadente y viscontiniana donde una pareja de amantes embarcados en un particular 'Viaje a Italia' se implican en una relación venenosa con dos aristócratas interpretados por Christopher Walken y Helen Mirren. Schrader, que ya había trabajado en una idea similar para Brian De Palma, sintoniza con Pinter, Angelo Badalamenti y los movimientos de cámara de Dante Spinotti para firmar el tercer capítulo de una trilogía veneciana que cierra el círculo abierto por Nicolas Roeg con 'Amenaza en la sombra' (1973).

Dejando atrás la ciudad en descomposición (Nueva York y sus calles infestadas de furcias, macarras, maleantes, maricas, lesbianas y drogadictos,) y una mirada abismal a las profundidades de la violencia masculina ('Aflicción'), Schrader nos propone una relectura de 'Diario de un cura de campaña' (Robert Bresson, 1951) en las imágenes de 'El exorcista. El comienzo' (2005), un constructo metafórico sobre la razón acechado por la crisis de fe del padre Merrin cuya pista puede rastrearse en ese thriller de serie B titulado 'Caza terrorista' (2014), donde el dilema se traslada al eje del patriotismo.

El espectador que asocie a Schrader con Willem Dafoe y Nick Nolte, o haya sido arrastrado por la fotografía de grandes maestros como Edward Lachman, Michael Chapman y John Bailey se sentirá expulsado por la crudeza de la puesta en escena de 'The Canyons' (2013), un thriller erótico protagonizado por Lindsay Lohan y James Deen con el que Schrader lleva un paso más allá las insinuaciones de Brian De Palma en torno a la gramática del post cine. La desnudez de la estrella, que también es la de la película, como lienzo de un relato que camina sobre el cadáver descompuesto del crepúsculo de los dioses wilderiano impelido por la prosa sórdida y escabrosa de Bret Easton Ellis. Más allá es la nada, la muerte del cine industrial tal y como fue concebido en aquel tiempo en el que vendió su primer guión por una cifra que cubriría con holgura el presupuesto de su última película.

Los otros, La noche y la ciudad, Predestinación, Sexo, Pecado, Culpa, Almas vacías...

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